Los libros van siendo el único
lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo, escribe
Julio Cortázar en una de las páginas de Los Premios. Cuando leí esta novela por
primera vez no conocía Buenos Aires, y por lo tanto no sabía de la existencia
del café-más bien de la confitería- London City, que se levanta en una de las
esquinas que se forman en la intercesión de la avenida de Mayo y Perú. Debo
volver a leerlo, pues parece que el café en cuestión sale reflejado en sus páginas.
Sé que parte de la acción trascurre en un café, pero al no conocerlo, y
sabiendo de la imaginación de Cortázar no le di más importancia. Seguro que
tras haber pasado tiempo entre sus cuatro paredes, ahora veré la novela de otra
manera, cuando vuelva a caer en mis manos. Algo que será más pronto que tarde.
El caso es que pasé ante su fachada
al poco de llegar, está situado en un lugar privilegiado de la ciudad, y para visitar
el centro porteño es indispensable pasar ante sus vidrieras. En una de las
veces que caminé junto a él, mi mirada en vez de ir fijándose en los edificios
y las personas del exterior, se giró y observó el interior. Una cafetería típica
de Buenos Aires; con sus mesas de madera cuadradas, sus veladores, su típico suelo
ajedrezado en blanco y negro por el que se movían rápida, y elegantemente más
de una docena de camareros. Al fondo, en mitad del local, se levanta su pequeña
barra en mármol y madera, sobria y elegante, donde resonaban los platillos del
café y las jarras metálicas llenas de agua helada y sifón ligero.
Según iba avanzando ante su fachada,
me fijé que en la parte baja de la ventanas, en el lugar que aparece opacado
mediante unos visillos claros, estaba ocupado por decenas de libros editados
por la misma firma, que a pesar de las diferencias de grosores y de títulos, compartían
una misma estética. En todos ellos aparecía una imagen en negro, como gastada, era
Julio Cortázar, y las obras allí mostradas eran todos sus libros. Al final, en la última vidriera de la avenida
de Mayo, una mesa y una silla aparecían semi encerradas entre un par de biombos
bajos, que las separaba sin ocultarlas del resto del local, sobre ella una taza
de café con el nombre del lugar grabado en verde sobre la luz blanca, dos
azucarillos y un cenicero de bronce desgastado. Junto a todo ello, y pegado al
tablero de la mesa, una placa pequeña en color planteado, ilegible desde el
exterior.
No
me detuve, pero rápidamente enlacé cabos, y al rato, en una librería de La
Recoleta me topé con una publicación sobre cafés y confiterías del Gran Buenos
Aires. No lo dudé, saqué el libro del viejo anaquel de madera y comencé a
ojearlo en busca de las páginas dedicadas al London City, di con ellas casi al
final del libro. Según contaba esa publicación, en una de las mesas de ese café
del microcentro porteño Julio Cortázar escribió su tercera novela, y la primera
por la que se interesó una editorial-aparte de unos cuantos libros de cuentos
que ya había publicado- eran Los Premios.
Comencé a comprender lo de la mesa apartada del resto, solo abierta a las
miradas, como un relicario de café.
La publicación terminaba asegurando
que el café se encontraba cerrado en la actualidad. El dato me chocó, y esa
tarde cuando me dirigí a llevar a cabo mi trabajo diario a la Biblioteca
Nacional, decidí que antes de subir al sexto piso–donde se encuentra el
gabinete de investigadores-, pasaría por la hemeroteca, situado en el sótano del
edificio. Le comenté el asunto al encargado; un señor mayor, paciente y
relajado, que buscaba información en el ordenador con las gafas caídas sobre la
punta de la nariz, y con una mueca de tedio y cansancio ante las nuevas tecnologías,
con los ojos entrecerrados y el labio superior recogido sobre la encía.
Curiosamente, él era cliente asiduo
al café -me comentó-, informándome que por suerte el London City no estuvo
cerrado durante mucho tiempo, a pesar de que las informaciones primeras sobre
su cierre dejaban poco espacio a la esperanza. Tras trastear un rato en una
sala, apareció con unos cuantos periódicos de La Nación, fechados en agosto de 2013 y meses posteriores. Fue
entonces cuando cerró, y durante meses nadie supo nada, solo se pintaron los vidrios
de blanco y se clausuró. Pero meses después se colgó el cartel con la licencia
de obras y se valló la esquina, pronto comenzaron las obras. Según las crónicas
de aquellos días, el viejo café notable se iba a convertir en un restaurante más
de la cadena Pertutti.
Pero a veces ocurre el milagro, y
los que tienen que ponerse a trabajar codo con codo para salvaguardar un pedazo
importante de la ciudad lo hacen-el caso de la librería del Colegio fue otro a
tener en cuenta-, y llegan a un acuerdo beneficioso y necesario. El ministerio de
cultura porteño, la comisión de cafés y bares notables de la ciudad y los
nuevos dueños del local, consiguieron que el café volviera a abrirse como
estaba antes-desde 1954-, remozado y mejorado. Incluso se reinauguro en un
momento muy especial, en agosto de 2014, cuando se cumplía el centenario del
nacimiento de Julio Cortázar. Ese día además de inaugurarse el café, se llevó a
cabo en la esquina de avenida de Mayo un homenaje al escritor. En el interior
se colgaron para quedarse fotos del escritor de Los Premios, y pedazos de la novela en las que habla del café. En
el exterior, pintaron grandes rayuelas para que se divirtieran niños y mayores.
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