Caricatura:
Julio Ibarra.
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Cuando me enteré de que vendría a vivir durante una
temporada a Buenos Aires, una de la primeras cosas que vino a mi cabeza después
de la obvias; organización del viaje, información a la familia… fue la desdicha
por no poder conocer a Ernesto Sabato a lo largo de mi viaje. Hacía tres años
que uno de mis escritores referencia había muerto en los Santos Lugares, al
noreste del Gran Buenos Aires. Pero esa imposibilidad de conocer a Sabato, se
vio atenuada de forma leve cuando al llegar a la universidad que me acogería en
los siguientes meses ─la Nacional de La Plata─, me enteré de que en ella había
estudiado ciencias físico-matemáticas el escritor, donde se doctoró en el mismo
campo y realizó una parte importante de sus investigaciones científicas ─también
estuvo en el MIT, y sobre todo en el laboratorio Curie de París─ antes de
dejarlo todo por la escritura.
Hace unos días visité su casa en Santos Lugares, la misma
donde escribió toda su obra, la misma que compartió con toda su familia, en la
que se tuvo que esconder durante la dictadura y sobre todo después de ella,
cuando presidió la CONADEP (Comisión Nacional sobre la Desaparición de
Personas), publicando un libro con todas las investigaciones y narraciones de
los torturados, secuestrados y familiares de asesinados y desaparecidos durante
la última dictadura militar, que aún hoy puede consultarse en el libro titulado
Nunca más. En esa casa celebró, que
tras ese libro y esa investigación se abrieran las puertas para realizar un
juicio a las Juntas Militares, y encarcelaran a los culpables de esas
atrocidades. También en esa casa recibió el mazazo de la liberación de muchos
de esos culpables pocos años después, sin cumplir la pena impuesta.
Muy poca gente ─tal vez sea decir demasiado─ de los
que visitan Buenos Aires, se pasan por la pequeña población de Santos Lugares.
Una parada perdida tras la avenida General Paz, fuera del Gran Buenos Aires,
levantada entre villas y casas humildes. Pero allí, en una estrecha calle, frente
a un polideportivo ajado y a un par de cuadras de la plaza de la estación del
ferrocarril, en el número 3.135 de la calle Langeri, se encuentra el punto neurálgico
en la vida del último gran pensador argento.
El día estaba soleado, pero el frío era persistente y
me atería, por lo que iba buscando las zonas de sol según avanzaba entre las
humildes casas de la zona. Éramos un pequeño grupo, apenas media docena, nos
recibió una de las nietas del escritor: Luciana. La arquitecta que había
reformado la casa para que volviera a tener el esplendor de sus grandes
momentos, antes de que Matilde, la mujer de Ernesto, y su hijo Jorge Federico fallecieran,
empujando al escritor a la mayor de las depresiones. Viviendo sin vivir, sin
preocuparse de su vida, ni de su casa.
En el perchero de la entrada estaban colgados, como
si nada, su gabardina clara y su sombrero azul, la misma ropa con la que se le
retrató durante los últimos años de su vida. Su biblioteca permanece ordenada
por temas, como él había decidido, pero cruelmente esquilmada durante los malos
años del escritor, cuando algunos, aprovechándose del desinterés de Sabato, se
llevaron los libros importantes. Los regalados y dedicados por compañeros de
las letras latinoamericanas ─no queda ni uno de los que le regaló Borges, afirmó
su nieta con pena─. Hasta los tiradores de bronce de las estanterías que
guardan la revista Sur ─dirigida por
Victoria Ocampo, donde Sabato se estrenó y se dio a conocer─ se llevaron en esa
época.
Estudio
del escritor en la parte trasera de la casa de Santos Lugares.
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La casa cuenta con dos jardines, el exterior que se
separa de la calle por una verja negra: éste era el de Ernesto, y permanece
como él lo dejó, sin apenas cuidar, sin flores, solo con árboles y plantas
salvajes. Siempre quiso que se mantuviera así, natural, sin arreglos humanos.
Al fondo de la casa, entre la biblioteca ─donde escribía Matilde─ y el estudio
de Ernesto se encuentra el que cuidaba ella. Allí el suelo muestra un pasto
frondoso, bien cuidado, con numerosas enredaderas y macetas que dan vida al
lugar. Practicante en el centro hay una escultura de Ceres, la misma en la que
se fija Martín, el protagonista de Sobre
héroes y tumbas, el día que se encuentra con Alejandra, en pleno parque
Lezama. Si algún día pasan por el parque del barrio de San Telmo, se darán
cuenta de que en el paseo central falta una escultura. Es esa, la que está en
la casa de Sabato. Es la original. La novela tuvo tanto éxito que el legislador
de la ciudad apareció un día en su casa con ella, para que la conservara a modo
de homenaje. Hay una segunda versión, la que narra que fue un seguidor del
escritor el que, sublimado por la novela, robó la estatua del parque y la llevó
como regalo al escritor.
Junto al escritorio que contempla su vieja máquina de
escribir vivió sus últimos años el genial escritor argentino, entre la mesa donde
escribía y la parte trasera del lugar, donde levantó un estudio para llevar a
cabo la otra tarea artística que le apasionaba: la pintura. Incluso allí colocó
una cama. La pintura era su vida desde que se codeó con miembros del
surrealismo francés en París, cuando aún formaba parte del mundo científico, y
vio necesario abandonarlo para lanzarse a la oscura e insegura vorágine del
arte. Triunfó con la palabra, pero también con el pincel, incluso expuso en
Madrid y en París ─en el Centro Pompidou nada menos─. Nunca lo hizo en
Argentina a pesar de las ofertas. Sabato, que había sido criticado en su país
por todo lo que había hecho, dicho y pensado durante su vida, se negó a que sus
paisanos también pisotearan su pintura.
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