Estuve
allí la semana pasada por última vez, en el 560 de la avenida de Mayo, solo
separado de la plaza del mismo nombre por el antiguo edificio del Cabildo
porteño. Tras ese número, se abre como si fuera un túnel o la entrada a una
cueva de otro tiempo el pasaje Roverano. Al entrar nace la calma que fuera no
se encuentra, la zona permanentemente es un caos de ruidos y caminantes; tipos
y tipas haciendo sonar epilépticamente el claxon de sus autos, los viejos y
desalentadores ronquidos de los motores de los colectivos, los golpeos de
cacerolas e instrumentos de percusión de la manifestación que intenta acercarse
sin conseguirlo a la Casa Rosada… y de pronto nada, las viejas paredes
recubiertas de mármol te protegen de todo.
El pasaje Roverano es una galería comercial de
cuando no había centros comerciales en cada barrio, uniendo dos calles. Es uno
de esos lugares donde podrías encontrar todo los servicios necesarios sin salir
del barrio ─casi de la cuadra─, y que ahora es un gigante de sal, que se
mantiene en pie gracias a los incondicionales que no dejan morir los pocos
negocios que aún se abren en su interior. Al Roverano puedes acceder desde la
calle Hipólito Yrigoyen, donde te recibe un antiguo café-restaurante,
totalmente decorado con la publicidad clásica del licor Fernet Branca, o puedes
hacerlo desde avenida de Mayo, donde te acoge en los primeros pasos la
peluquería Romano.
Esta peluquería fue fundada en 1960 por dos socios,
el apellido del principal de ellos era Romano y desde entonces el nombre se ha
conservado, incluso cuando en 1975 se hizo con el local el actual dueño, Mario
Sariche. La peluquería sigue igual que desde el primer día, con una doble
entrada; una casi desde la calle ─al dar solo un par de pasos en la galería─, y
otra desde la mitad del pasaje, entre las pequeñas garitas del cerrajero y del
quiosquero de chocolates y dulces.
La peluquería se puede observar desde el exterior,
toda su fachada son grandes cristaleras que solo se opacan en la parte baja,
con unas cortinas blancas sujetas por un rail de bronce. Al lado contrario, la
pared aparece competa de espejos, para que los clientes que ocupan los cuatro
sillones, puedan observarse a la perfección mientras los peluqueros ─dos de
toda la vida, y un chico joven─, te cortan el pelo o te arreglan la barba. Lo
hacen con tranquilidad, tomándose su tiempo en cada actividad, con parsimonia.
Casi con la técnica de una artesano van tomando las tijeras, los peines, los
fijadores, o las lociones para después del afeitado, y aplicándoselas a los
clientes expectantes.
Esta vez
al entrar me doy cuenta de que los dos ventiladores son de bronce lustrado, algo
que la vez anterior fue imposible observar, pues para defender el interior del
calor del otoño austral giraban a toda velocidad. Coloqué mi gabardina en unos
de los percheros de madera maciza colocados en mitad de la cristalera central,
y me senté en un sillón, el situado más a la derecha, después de especificar el
corte que quería. Tras ello levanté la vista y observe el cartel de chapa
colocado a mi derecha; si no queda satisfecho le devolvemos su cabello, rezaba.
Inmediatamente pensé en cuantas personas habrían leído la nota, cuantos tipos
ilustres habrán pasado por aquel mismo sillón en el que yo estaba sentado en
ese momento. Sé que algunos clientes habituales fueron el historiador Félix
Luna, también miembros importantes de la curia porteña, y administradores del
país que trabajan de la cercana Casa Rosada. Pero si de algún cliente está
Mario verdaderamente orgulloso es del antiguo arzobispo de la ciudad, el que
luego sería conocido como cardenal Bergoglio, y desde hace unos años como Papa
Francisco. Un cartel lo recuerda en la cristalera que da a la avenida
principal, y varias fotos viejas, ajadas, un tanto amarillentas colocadas en el
interior lo atestiguan.
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