Como tantas otras personas, yo también tengo en cada
ciudad mis librerías favoritas, mis libreros de confianza, tanto de libros
nuevos como de antiguo. Suelo evitar todo lo que puedo las grandes superficies,
frías, llenas de computadoras, de personas que manosean volúmenes mirando sin
ver, y que al final se deciden por el que más colores tienen en la portada, o
por el que más arriba se encuentra en la estantería de novedades o más
vendidos. Con dependientes que saben más bien poco de con quien se juegan los
cuartos ─hay gloriosas excepciones por supuesto, pero son las mínimas, y por
eso no me arriesgo─. Algún día les contaré, lo que me ocurrió con la encargada
de la sección de libros de un Corte Inglés y Tolstói ─lo cual hizo que si ya
frecuentaba poco esos almacenes, dejara de hacerlo por y para siempre─.
El caso es que cuando estoy en España suelo ir a
librerías de confianza, llevadas por libreros y libreras que aman su trabajo,
como si éste no le respondiera a ese cariño con sinsabores y sufrimiento. A los
que les pides un volumen por extraños que sea, y tras unos segundos pensativos ─sin
búsqueda digital de por medio─, se dirigen hacía una esquina del local y sacan
con cuidado de la estantería el volumen reclamado. Otros son capaces de hacerse
con cualquier libro que les solicites, por extraño que sea, o descatalogado que
esté. Esos tipos nos hacen la vida mucho más sencilla a los que nos dedicamos a
la historia, a los que a veces nuestras investigaciones nos llevan a necesitar
algunas obras un tanto bizarras.
Cuando estoy en el extranjero también frecuento y
visito estos negocios, a veces acabo saliendo del lugar con una bolsa llena de
libros, sobre los que me abalanzo nada más sentarme en un café cercano, o en la
habitación del hotel. En otros casos debo de andar con cuidado, y no comprar
todo lo que me gustaría, pues después de un largo periodo de tiempo en ese país
exterior, sería realmente complicado llevarlos todos a tu lugar de origen. Algo
así me está ocurriendo durante mi estancia en Argentina. Buenos Aires es la
ciudad del mundo con más librerías por metro cuadrado ─al menos eso leí no hace
mucho en un artículo de prensa─, y una ingente parte de ellas lo son de segunda
mano. Ofrecen muchos interesantes títulos, tanto históricos, como literarios a
precios realmente ajustados.
Me encanta pasear por
la avenida Corrientes entrando y saliendo de ellas, observado los títulos
grabados en letras doradas, sobre las encuadernaciones en rustica de libros
editados hace más de un siglo, y que tratan sobre temas tan dispares como la
psicología indígena, las últimas obsesiones de Napoleón o la arquitectura criolla de las regiones
interiores. Pero si hay un lugar en Buenos Aires que ofrece librerías de viejo
y tranquilidad, ese es el parque Rivadavia, en el barrio de Caballito. El lugar
es uno de mis favoritos en Buenos Aires, a un lateral del parque se levantan
decenas de quioscos de buquinistas, casi al estilo de los que se adosan a la
rivera del Sena en París, con la salvedad de que por aquí no circulan coches.
Tal vez por ello, junto a los quioscos metálicos pintados en verde juegan los
niños a la pelota, mientras los habitantes de la zona charlan y toman mate, o
juegan tranquilamente al ajedrez sobre las mesas colocadas allí por la legislatura
de la ciudad. La escena vista desde lejos, da un ambiente único a esa zona de
la avenida Rivadavia.
Es un lujo ojear libros y revistas con historia mientras
de fondo escuchas las sanas risotadas de los niños que corren tras una pelota,
las conversaciones de los vecinos hablando de las últimas noticias, o
comentando las jugadas de la última partida de ajedrez.
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