A
primera hora del día, cuando aún el frío de la noche no había sido devorado por
el sol incipiente de la mañana invernal, el tipo vestido de negro y con el pelo
plateado agarrado en una coleta sobre su nuca, comenzaba su trabajo. Usando dos
sillas y la pared de su futuro negocio como atril, comenzó con su largo trabajo
manual, un trabajo casi artesano. Marcaba con parsimonia mediante un trazo
leve, casi invisible, las líneas que luego rellenaría con pintura blanca, lo que
una vez finalizado, serían las letras que anunciarían al exterior la proximidad
de su negocio. De su sustento.
Como imaginaran, el futuro café París, que se abrirá
en la Calle Santiago del Estero del barrio de Montserrat de Buenos Aires, no
será un café de lujo, no tendrá camareros que vistan chaleco y pajarita, no
habrá un maître al fondo de la sala, dando órdenes precisas y óptimas con una
sola mirada. Por supuesto, no habrá en la puerta una cola perenne de turistas
esperando entrar a probar sus manjares, mientras leen una guía de colores, o
fotografían a todo el que pasa junto a ellos en la vereda.
Muchos dirán que qué se puede
esperar de un café que no puede permitirse comprar un cartel ya impreso, con su
marca de cerveza patria o de refresco de cola multinacional en uno de sus
lados, de esos que se ilumina por las noches. A muchos les echará para atrás la
simpleza de su presentación. Supongo que muchos, preferirán sentarse en los
ventanales de la cadena de cafés americanos que se abre un poco más adelante,
sobre la misma vereda, y donde nunca falta gente aguardando su sitio para sentarse
junto al ventanal, a leer el periódico, o a hacer una labor realmente
importante con su ordenador de marca frutal, y que debe colocar en según qué
posición concreta, para que todo el mundo que pase por la avenida vea que es
una persona moderna e importante; que tiene un ordenador a la última, y lo
utiliza en una cafetería universal. Supongo que se excitaran pensando que eso
mismo, el mostrarse supuestamente feliz ante un escaparate, bajo el mismo
decorado y consumiendo el mismo café y la misma galleta empaquetada, lo estarán
haciendo miles de personas en Nueva York, Barcelona, París o Japón en esos
mismos momentos. La estupidez no es patrimonio único de ningún país, ni de
ninguna raza o creencia.
Por eso
mismo a mí, que soy huidizo a las contemplaciones ajenas, que uso los cafés
para tomar café, cerveza o comer algo mientras converso, leo u observo, me
gustan estos sitios. Estos barcitos de barrio, conducidos hacía el éxito o el
fracaso por hombres y mujeres con nombre
de pila, y sin plaquita en el pecho que informe a los no iniciados de su nombre.
Uno de esos pequeños cafés bonaerenses que se van perdiendo ─como se pierden
los de París o los de Madrid, por suerte los de Lisboa y Roma siguen aguantando
las embestidas─, que van cayendo bajo la voraz mandíbula de la piqueta del
capitalismo, que todo lo destroza, que se va llevando pedacitos de tu barrio,
de tu gente y de tu vida. Por eso, cuando el Café París de la calle Santiago
del Estero abra sus puertas en los próximos días, con su cartel escrito a mano,
cuando su dueño con nombre propio y sin uniforme llamativo encienda su
cafetera, caliente sus primeros tostados o pinche su primer barril de cerveza,
me pasaré a saludar, a tomar un café, o lo que toque, en la casa de mi nuevo
vecino. Casi dándole las gracias por ser un soñador, una persona que a su
manera lucha porque las viejas tradiciones del barrio no se pierdan.
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