miércoles, 1 de julio de 2015

PRIMERA HORA EN LA UNIVERSIDAD



            Acaba de amanecer cuando me bajo del tren general Roca, camino aletargado por todo el andén, el situado más a la derecha de la estación central de La Plata. Tras salir momentáneamente a la zona de entrada, donde los viajeros del tren rápido a Buenos Aires esperan que abran la puerta de metal que franquea el paso, y tras esquivar a un par de personas somnolientas, vuelvo a entrar a la zona de ferrocarriles por el siguiente andén. Allí espera el pequeño tren universitario, en cuestión de cinco minutos me dejará en el apeadero correspondiente a las facultades de psicología y humanidades, en mitad de la zona conocida como El Bosque. Tras cruzar las vías, y andar un rato por una vereda llena de estudiantes, llego a la carretera que va a Berisso y Ensenada. La facultad se encuentra al otro lado, y la pasarela peatonal elevada sigue en obras como desde primer día que llegué, cruzo entre los coches embotellados en la enorme rotonda colocada ante la facultad. Soy consciente de que el paso sobre la carretera que deja libre de peligro a estudiantes y trabajadores no lo voy a ver estrenar ─al menos en esta ocasión─, seguro que mi estancia doctoral terminará antes.
            Cruzo el campus dejando a la derecha el aparcamiento aún vacío a esas horas, y al llegar al edificio B ─el que alberga la sede principal de la facultad de humanidades de la Universidad Nacional de La Plata─ al primer lugar donde me dirijo es a la cafetería ─el buffet lo denominan mis compañeros─. El lugar no es muy amplio ─diría que es pequeño si la comparo con las cafeterías de las facultades españolas que he frecuentado o frecuento─, en el centro, frente a las cristaleras que dan al edificio de las oficinas administrativas de la universidad han colocado de forma desperdigada, casi desmigadas, una media docena de mesas, acompañadas de sillas que no se corresponden en formas ni modelos. En una esquina, junto a las mesas más alejadas, se encuentra la parte más amplia y posiblemente más importante del local; el quiosco de galletas, alfajores, chocolatinas, refrescos y todo lo que uno pueda imaginar. Siempre hay cola para pagar, también a esa hora temprana. Al fondo del todo junto a las máquinas expendedoras de agua caliente para el mate, una barra vacía,  que a la hora de la comida ─nunca más tarde de la una del mediodía─, vende pebetes de salame y queso, empanadas, sándwiches de miga y bocadillos de milanesa con lechuga y tomate. Aunque he de reconocer que a esas hora de la mañana la zona parece desangelada, casi abandonada, sin alma. Uno casi ve imposible que en unas horas a su alrededor se arremolinen vidas jóvenes, llenas de actividad.

            Pero el punto al cual me dirijo aparece nada más cruzar la puerta, a su derecha ─si entras desde el patio del campus─. Es una pequeña barra de mármol. Allí hay una cafetera donde unos chicos ─insultantemente jóvenes, posiblemente estudiantes de primer año, o miembros de alguna organización social universitaria─, que la llevan ya me conocen, y saben que mi gusto cafetero es muy diferente al agua sucia que normalmente sirven; cargado, espeso y fuerte, con unas gotas de leche. Se lo agradezco y a veces añado al pedido un par de medias lunas dulces o saladas ─depende del día─, de las que se amontonan en la barra sobre una bandeja cuadrada de hornear. Al fondo de la pequeña barra, la estantería de metal ─más típica de una ferretería que de una cafetería─, sustenta un número indeterminado de termos, mates y bombillas para prestar a los estudiantes durante el día de trabajo o estudio. Son gratuitos, solo tienes que pedirlos y eso sí, devolverlos limpios y secos para el siguiente uso.

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