Acaba de amanecer cuando me bajo del tren general
Roca, camino aletargado por todo el andén, el situado más a la derecha de la estación
central de La Plata. Tras salir momentáneamente a la zona de entrada, donde los
viajeros del tren rápido a Buenos Aires esperan que abran la puerta de metal
que franquea el paso, y tras esquivar a un par de personas somnolientas, vuelvo
a entrar a la zona de ferrocarriles por el siguiente andén. Allí espera el
pequeño tren universitario, en cuestión de cinco minutos me dejará en el
apeadero correspondiente a las facultades de psicología y humanidades, en mitad
de la zona conocida como El Bosque. Tras cruzar las vías, y andar un rato por
una vereda llena de estudiantes, llego a la carretera que va a Berisso y
Ensenada. La facultad se encuentra al otro lado, y la pasarela peatonal elevada
sigue en obras como desde primer día que llegué, cruzo entre los coches
embotellados en la enorme rotonda colocada ante la facultad. Soy consciente de
que el paso sobre la carretera que deja libre de peligro a estudiantes y
trabajadores no lo voy a ver estrenar ─al menos en esta ocasión─, seguro que mi
estancia doctoral terminará antes.
Cruzo el campus dejando a la derecha el aparcamiento
aún vacío a esas horas, y al llegar al edificio B ─el que alberga la sede
principal de la facultad de humanidades de la Universidad Nacional de La Plata─
al primer lugar donde me dirijo es a la cafetería ─el buffet lo denominan mis
compañeros─. El lugar no es muy amplio ─diría que es pequeño si la comparo con
las cafeterías de las facultades españolas que he frecuentado o frecuento─, en
el centro, frente a las cristaleras que dan al edificio de las oficinas
administrativas de la universidad han colocado de forma desperdigada, casi
desmigadas, una media docena de mesas, acompañadas de sillas que no se
corresponden en formas ni modelos. En una esquina, junto a las mesas más
alejadas, se encuentra la parte más amplia y posiblemente más importante del
local; el quiosco de galletas, alfajores, chocolatinas, refrescos y todo lo que
uno pueda imaginar. Siempre hay cola para pagar, también a esa hora temprana.
Al fondo del todo junto a las máquinas expendedoras de agua caliente para el
mate, una barra vacía, que a la hora de
la comida ─nunca más tarde de la una del mediodía─, vende pebetes de salame y
queso, empanadas, sándwiches de miga y bocadillos de milanesa con lechuga y
tomate. Aunque he de reconocer que a esas hora de la mañana la zona parece
desangelada, casi abandonada, sin alma. Uno casi ve imposible que en unas horas
a su alrededor se arremolinen vidas jóvenes, llenas de actividad.
Pero el punto al cual me dirijo aparece nada más
cruzar la puerta, a su derecha ─si entras desde el patio del campus─. Es una pequeña
barra de mármol. Allí hay una cafetera donde unos chicos ─insultantemente
jóvenes, posiblemente estudiantes de primer año, o miembros de alguna organización
social universitaria─, que la llevan ya me conocen, y saben que mi gusto
cafetero es muy diferente al agua sucia que normalmente sirven; cargado, espeso
y fuerte, con unas gotas de leche. Se lo agradezco y a veces añado al pedido un
par de medias lunas dulces o saladas ─depende del día─, de las que se amontonan
en la barra sobre una bandeja cuadrada de hornear. Al fondo de la pequeña
barra, la estantería de metal ─más típica de una ferretería que de una
cafetería─, sustenta un número indeterminado de termos, mates y bombillas para
prestar a los estudiantes durante el día de trabajo o estudio. Son gratuitos,
solo tienes que pedirlos y eso sí, devolverlos limpios y secos para el
siguiente uso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario