Supe
de su existencia al poco de llegar a Buenos Aires, fue mucho antes de pasar por
su puerta, y aún mucho más de entrar a pasear por su interior. Ocurrió mientras
leía en una terraza de la calle Perú de San Telmo, en mis manos tenía la
primera novela que me agencié en la ciudad; una obra policiaca, escrita por Álvaro
Abós. En ella, el escritor argentino narra la última aventura del inspector Muñecas.
El muerto que aparece en las primeras páginas era un tipo rico, bien vestido y
con una billetera de lujo, que tras varias averiguaciones, resultó haber salido
de una de las exclusivas tiendas del Patio Bullrich. Esa fue la primera vez que
el lugar resonó en el interior de mi conciencia.
No hice mucho caso al nombre, pero
supongo que quedó guardado en alguno de esos cajones de sastre, que cada cual
tiene dentro de su cabeza, y semanas después, cuando paseaba por el barrio de
La Recoleta me topé con el lugar de nuevo. Ese día buscaba un restaurante en concreto,
lo que hizo que me deslizara por una calle por la que antes no había transitado;
la calle Posadas.
Nada más entrar en ella, me percaté de que
posiblemente fuera la calle más exclusiva del barrio, incluso más que la
carísima avenida Alvear, donde se levantan los grandes hoteles con portadas
aquiescentes al derroche y botones solícitos. A los primeros pasos, me fije en
una pequeña placa situada en un portal que se abría a la derecha de mí caminar,
en ella, se anunciaba que en ese lugar había vivido ─durante la última parte de
su vida─ el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, junto a su mujer, la
también escritora Silvia Ocampo. La obra de Bioy ─gran amigo de Jorge Luis Borges─,
la conocía desde hace años, pero muy por encima, poco más allá de sus cuentos y
de La invención de Morel, pero está
estancia porteña ha servido para que me introduzca amplia y calmadamente en la
totalidad de su obra. Una estupenda excusa para volver, en cualquier otro
momento de mi vida a la ciudad que no vio nacer y morir.
Un poco
más adelante, me topé con el Melía
Recoleta, un hotel pequeño ─al menos desde el exterior─ pero desbordante de
eso que algunos llaman glamour, y a lo que otros preferimos definir como
elegancia de otro tiempo, bien sustentada por billetes, muebles de
coleccionista y obras de arte de anticuario. Uno de esos lugares que llaman la
atención por su opulencia disimulada, y que detrás de las vidrieras esconden
algo más que dinero y caprichos. Un establecimiento donde son más importante
los modales que los billetes, al menos en un primer momento.
Exactamente lo contrario que me encontré un poco más allá,
en el interior del Patio Bullrich. Llegue a él una vez que había dado con el restaurante
que buscaba, y que se encontraba a medio camino entre el hotel y el centro
comercial, en la misma vereda. En el Patio Bullrich me crucé con varios grupos
de jóvenes vestidas igual, con el mismo estilo de ropa, el mismo corte y tono
de pelo, y la misma forma de moverse, que miraban embobadas sus teléfonos de
última generación sin hacerse caso las unas a las otras. Entre las más exclusivas
tiendas de ropa, completemos y decoración, se pasean las personas con más caché
─fama que da el dinero y no la capacidad para ganarla por sí mismo─ de la
ciudad, mezcladas con turistas asiáticos y brasileños, a los que no les cerraba
la billetera, por la cantidad de billetes de cien pesos que llevan en su
interior.
Lo cierto es que el lugar es bonito, un edificio de
1867, creado por un arquitecto inglés para alojar un lugar de comercio de todo
tipo de mercancía; desde ropa, hasta caballos de pura sangre ─desde el primer
momento tenían claro el tipo de clientela que buscaban─. Aún hoy después de
varias restauraciones se mantienen las barandillas originales, el majestuoso
reloj que se sitúa en la galería central del primer piso, y sobre todo la
lámpara de araña y la cúpula del hall de la entrada principal.
Después de
pasar un rato observado personas que no me ofrecían nada de confianza ─por sus
miradas creo que yo a ellos aún menos─, y cansado de escuchar comentarios
huecos y vacíos de contenido a cada paso, decidí salir del edifico por la
puerta trasera, la que da a la avenida del Libertador. Justo frente a ella,
observé un muro de colores, el formado por los contenedores amontonados al
borde de los viejos railes de la estación de Retiro, un paso más allá, a tan
solo una calle de distancia de uno de los locales más lujosos de la ciudad,
comienza Villa 31. La noche y el día de una sociedad que está condenada a no entenderse,
incluso a odiarse por culpa del dinero. Ahora que lo pienso bien, comprendo
mucho mejor al asesino de la novela de Álvaro Abós, y me da menos pena el tipo
de la billetera de lujo, ése al que dejan listo de papeles nada más comenzar la
historia.
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