Hay
un punto que destaca sobre todo los demás-al menos en mi gusto-, si nos
referimos a pizza de calidad en Buenos Aires, ese es la pizzería Güerrin. Si en
algo resalta ésta pizzería -además de por su calidad gastronómica-, es porque
es una marca única, no cuenta con ningún tipo de sucursal, es decir, si quieres
probar sus pizzas, empanadas o postres caseros, deberás ir sin remisión al número
1368 de la avenida Corrientes, entre Talcahuano y Uruguay. Algo que por
desgracia cada vez es menos normal en el Gran Buenos Aires, donde las
multinacionales internacionales y locales se están haciendo con los locales clásicos
del micro centro porteño.
Así es desde 1932, cuando Arturo
Malvezzi y Guido Grondona abrieron sus puertas. Recién llegados desde Italia en
1927, decidieron abrir una pizzería tradicional en la calle más transitada,
encontraron el local perfecto, y se decidieron
a emprender las negociaciones con los dueños para hacerse con el local,
pero no todo fue tan fácil. Malvezzi tuvo que viajar a Francia, donde se
encontraban los dueños para poder arreglar los papeles de compra-venta, y por fin
hacer realidad el sueño de los socios; abrir una pizzería de calidad y sabor
familiar en el centro de Buenos Aires.
La pizzería original era mucho más pequeña
que la actual, pero aún ésta conserva el punto principal de ese inicio; la
barra y el horno de leña. A pesar de que ahora puedes comer tranquilamente en
las mesas del fondo de la planta baja, o en la sala familiar del primer piso, con
ventanas sobre Corrientes, la mayor parte de los clientes siguen usando el método
clásico. Yo también me encuentro entre esos clientes que gustan de comer la
pizza al paso, de pie y en la parte delantera del negocio, junto al viejo horno.
Comer al paso en Güerrin es todo un ritual,
desde que abres la puerta y te invade el olor de masa de pan tostada a la leña.
Avanzas de frente, rodeando la mesa alta de mármol y metal que siempre está llena
de comensales, dejas a la izquierda la barra de postres-flan casero con dulce
de leche, sopa inglesa, palos Jacob, tarta ricota o budín de pan-, y te plantas
ante la caja registradora donde haces tú pedido; porciones de pizza o pizzas
enteras para llevar-las pizzas enteras se consumen en una mesa al fondo o en el
piso superior-, empanadas al horno o fritas y la bebida. Detrás de la registradora
un hueco rectangular deja paso a las pizzas, que no dejan de salir de la cocina,
recién hechas. Al lado, en la barra, los vasos y el grifo de agua para servirse
uno mismo, al igual que los botes de cubiertos.
Suelo colocarme en la barra, justo
frente al viejo horno de leña que aún sigue funcionando, y que a diario hornea
empanadas y facturas para los desayunos y meriendas. Allí, frente a un camarero
grueso que rellena tapitas con carne guisada, huevo duro y aceitunas verdes,
doy cuenta de un par de porciones de pizza-muzza, de anchoas, con morrones o
napolitana normalmente. Pero dicen que hay hasta cien diferentes para elegir-,
de una fainá y una bebida. Mientras, observo la concienzuda manera que tienen de
llevar a cabo su trabajo el tipo que rellena, y da forma a las empanadas. A su
lado, otro camarero, un tipo huesudo de apenas un metro sesenta, sirve las
bebidas que solicitan sus compañeros de sala, y los clientes que consumen sus
porciones en la primera parte del local. Gaseosas de cola y naranja, en grandes
botellas de cristal, cerveza de un viejo barril con el logotipo del local, y vasos
de vino tinto y de moscato-la venida típica del local-. Al terminar muchos se
dirigen a la barra de postres, el porteño es goloso, mucho. Otros salen del
local conformes y con el estómago lleno. Yo me decido por los segundos y salgo
a Corrientes, dispuesto a dar una vuelta en una librería de viejo cercana. Ya en
la calle, al sentir el aire fresco y húmedo que sube desde Puerto Madero, me embarga
de nuevo una sensación extraña, la de haber disfrutado de un pedacito de aquel
Buenos Aires que se va desmenuzando con el devenir de los años.
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