He pasado muchas veces
por allí, por ese punto en el que se juntan las calles Guido y Uruguay, en
pleno barrio de La Recoleta, no muy lejos del cementerio y de plaza Francia, no
muy lejos tampoco de la tumultuosa avenida 9 de Julio. Pero el carácter de la
zona es distinto a las anteriores, lejos del tráfico obtuso de una y de las avalanchas
turísticas de la otra. Es una calle tranquila de un barrio tranquilo, un barrio
de clase alta, donde las tiendas son exclusivas y los cafés elegantes, aunque sirven
el mismo caldo mal cocido que se ofrece en las tascas, o pulperías de Barracas y
Nueva Pompeya.
El asunto es que he pasado muchas veces por allí, supongo
que debí ver el pozo en algún momento anterior, o tal vez no, tal vez el tráfico
me lo ocultó, ya que normalmente camino por la vereda contraria. Tal vez si lo
vi, pero no llamó mi atención, acostumbrado como estoy a ver como algo normal pozos
en muchas calles andaluzas. Tal vez ayer el subconsciente, controvertido en
ocasiones, me avisó de que había un pozo, y por un segundo me hizo percatarme de que estaba en Argentina, en mitad de Buenos
Aires, que no era normal.
La base del pozo es de mármol, un bloque perfecto, pulido
y de buen tamaño, que como casi todo en esta ciudad aparece intervenido,
pintado con espray y con varias leyendas en algunas de sus caras. La parte alta,
el arco pintado de color verde es de hierro forjado, duro, resistente, con unas
formas decorativas que aún no sé a qué, pero me recuera a algo, o a algún lugar.
La verdad que un pozo cegado y poco cuidado en mitad de
Buenos Aires llama la atención, sobre todo si aparece en el cruce de dos de las
principales calles del barrio de La Recoleta, rodeado de cafeterías y portales
lujosos, de esos que son vigilados durante el día por profesionales porteros
trajeados, y durante la noche por vigilantes de seguridad armados. Un lugar en
el que aparentemente no ocurre nada sin que alguien se entere, pero parece ser
que algunas cosas se les escapa, nadie sabe el dónde, ni el porqué del pozo. Al
menos nadie de las personas con las que he hablado.
Hay tres personas que saben todo de lo que ocurre en el
barrio; el canillita de la esquina-el vendedor de periódicos-, que lo ve todo,
el mozo-que atiende el café de la esquina-, que lo escucha todo, y el sacerdote
del barrio, que por su trabajo todo lo sabe, al fin y al cabo y aunque bajo
secreto de confesión-un secreto de sumario celestial-, el confesionario es un
lugar tan válido como la barra de un tugurio para enterarse de los trapos
sucios. Otro punto donde a la gente se le suele soltar la lengua es en los
sillones de un burdel. A simple vista no vi ni lo uno ni lo otro, hay barrios
en Buenos Aires donde la gente se esconde para pecar y también para confesar
sus pecados. Me fui entonces a por el canillita de la esquina, que no supo
decirme nada, pero me contó que en ese edifico vivía una estrella de un
programa-que ya no recuerdo-, del Canal Trece. Después entre en el café de en
frente, pero el camarero, parco en palabras y en gestualidad tampoco me aclaró
nada, eso sí, conseguí un buen ardor de estómago después de beber el café
quemado que me sirvió. Decidí dejarlo y seguir con mi vida, hay secretos que no
quieren salir de las calles bonaerenses.
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