Uruguayo, pero tan Argentino como el Obelisco. Horacio
Ferrer vivió la mayor parte de su vida en Buenos Aires, aquí luchó por el tango
y por su gran obra, conseguir la creación de la Academia Nacional del Tango en
la avenida de Mayo, la única del mundo. La mejor.
Falleció
a finales del año pasado, pocos días antes de navidad, y sus compañeros y
amigos raudos corrieron a llevarle a cabo todos los homenajes que se merecía. El
tango se volcó en ensalzar su memoria, pero no solo en los pequeños salones de
la academia-que ahora lleva su nombre- o de las milongas de la capital
argentina, de la uruguaya y de la ciudad de Rosario. El triángulo del tango
rioplatense. Pocos meses tras mi llegada, en una de las tardes que me dirigía a
tomar café en el Tortoni, me topé con una nueva escultura homenaje en la
vereda, era él, con su pose natural cuando entonaba el tango. Yo no tuve la
ocasión de conocerle en persona, pero la instalación de sus escultura corrió
por la ciudad como la pólvora, y todo el que llegó a verle actuar o lo trató en
la calle corrieron a contemplarlo. La opinión popular en ese día fue que era
igual que Horacio.
Me gustó
el detalle, me gusta verlo ahí, parado en mitad de la verdea, casi junto al
cordón. Los días de jaleo, cuando la fila para entrar al Tortoni se vuelve
espesa y larga, y los turistas casi dan la vuelta a la vereda, es casi
imposible caminar por ese lado de la calle, pues es muy normal que mucha gente
se pare junto a la escultura que está casi en la puerta de café-en el portal anterior
está la Academia Nacional de Tango-, para fotografiare con el último gran ídolo
del tango que se fue por problemas cardiacos.
En su
infancia en Montevideo, vivió en una familia que había tenido amistad con
Federico García Lorca, Antonio Nervo, Rubén Darío y Alfonsina Storni. Por lo
que el pequeño Horacio quiso ser lo que veían en casa. Pronto comenzó a tener relación
con los grandes nombres del tango, como Troilo, Piazzola, Filiberto, Manzi,
Goyeneche, Pugliese…y un largo etcétera.
Hace
poco estuve en el interior de su última gran obra. En 1990 Ferrer se empeñó en
dar a Buenos Aires una Academia Nacional del Tango, la primera del mundo, dotada
de un museo con la historia del tango, con los instrumentos y objetos personales
de los más grandes; resalta entre ellos, los sombreros de Gardel o el bandoneón
de Troilo. Una biblioteca completa para que nunca se pierda la producción literaria
del tango y una academia, donde académicos del ramo, se reunieran una vez por
semana, para luchar y ampliar la difusión de su arte lo más lejos posible,
tanto del país como del mundo.
El día
que visité la Academia, tuve de guía al secretario del lugar, también académico.
El tipo cordial, orgulloso, nos contó varias anécdotas del lugar y de Horacio.
Sobre todo, el asunto del nombre de las sillas de los académicos. En España por
ejemplo, las sillas de los académicos de la lengua están bautizadas con las
letras del alfabeto, tanto mayúsculas como minúsculas. En el caso de la Academia
de Tango, las sillas están bautizadas con nombres de tango, no podía ser de
otra manera. Los nombres se pusieron al azar, el académico llegaba a una urna y
sacaba un papel con un nombre de tango, ese sería a partir de ese momento su
silla, hasta la muerte. Ferrer, un galán a la antigua usanza, siempre bien
vestido, educado y altivo, metió la mano y sacó el papel con el nombre de
tango: Dandy. No podía haber sido de
otra forma.
No hay comentarios:
Publicar un comentario