Fue
un 19 de abril de 1987, solo tres años después del fin de la dictadura, el
gobierno Cívico-Radical de Alfonsín se enfrentó al primer obstáculo de la democracia
recién estrenada. Un obstáculo que si no era tratado con el suficiente tacto,
sino se evitaba sin tocarlo, podría ser el último para la frágil democracia recuperada
por los argentinos.
Aquel domingo de Pascua pasó a la
historia por muchas actitudes; por un presidente que se enfrentó cara a cara a
los golpistas, por una plaza de Mayo repleta de argentinos, que arropados por
su bandera apostaban por la democracia, por una amenaza militar grave hacía las
personas que se situaban alrededores del acuartelamiento de Campo de Mayo, por
una daga sobre la tranquilidad de todo un país, y por la posibilidad de
despertar viejos fantasmas que aún estaban muy recientes. Pero sobre todo fue
recordado por unas frases: ¡Felices
Pascuas!...La casa está en orden, que tras la aparente claridad escondían un
trasfondo, que pronto se demostró amargo para la población que había sido esquilmada
durante los años de barbarie.
Lo que no se sabía, aunque muchos se
lo empezaron a temer en ese mismo momento, es que la casa no estaba tan en
orden como se pregonaba desde el balcón de la Rosada, y que ese discurso que
haría feliz a una nación preocupada -con razón- por lo que se estaba cociendo
en los cuarteles, sería el principio del fin del primer gobierno democrático de
la Argentina, que se jugaba todo tras la última y posiblemente más cruenta
dictadura argentina; la de la de los centros de detención y tortura, la de la
persecución de los estudiantes e intelectuales, la de los aviones sobrevolando
el Río de la Plata con detenidos, la de los desaparecidos, la de la Guerra de
las Malvinas.
Desde que el gobierno encabezado por
Raúl Alfonsín asumiera el poder el 10 de diciembre de 1983, la relación con los
militares no había dejado de ser tirante, no era para menos, sabiendo de lo que
se venía, y recordando quienes eran los que aun gobernaban con mano de hierro
en los cuarteles argentinos. La relación empeoró más si cabe, después de que
Alfonsín diera el que sería posiblemente el paso más importante para recuperar
la democracia, castigar a los culpables, y no cerrar en falso la última
dictadura militar. Cuatro días antes de
asumir, Alfonsín emitió un decreto para enjuiciar a todas las Juntas Militares
que gobernaron el país desde el 24 de marzo de 1976, hasta la guerra de las
Malvinas, en 1982. Además, ordenó la creación de la Conadep, un organismo que
debería investigar y agrupar, todas las violaciones de libertad y actuaciones contra
los derechos humanos llevados cabo por los militares en ese periodo de tiempo.
Lo que a la mayoría de los argentinos les pareció una verdadera osadía y algo
necesario, levantó rápidamente ampollas entre los militares argentinos de
aquellos años, la mayoría de los cuales seguían en su puesto.
En septiembre de 1984, la Conadep presentó el libro
que recogía todos los testimonios de las víctimas de la dictadura, llevaría el
título de Nunca Más-a día de hoy
sigue siendo uno de los libros más vendidos en Argentina-. Un año después –el 9
de diciembre de 1985-de que se hiciera pública la obra que dejaba al aire las
vergüenzas de los últimos años argentinos, la Cámara Federal condenó a prisión
perpetua a Jorge Videla y a Eduardo Massera, como máximos responsables de las
fragantes violaciones de los derechos humanos de sus compatriotas. También
encarcelarían con penas menores a otros jefes militares cercanos a ellos. Los
argentinos estaban sorprendidos, no solo por la rapidez de las medidas, sino
porque parecía que por una vez se hacía justicia. La buena actitud que
presentaba el gobierno de Alfonsín ante los culpables de la dictadura, hacía
que incluso se viera de mejor forma su inutilidad para salvaguardar la economía
del país, que en esos años ya había comenzado su cuesta abajo.
Raúl Alfonsín llega a Campo de Mayo para hablar con
los golpistas.
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Pero al día siguiente de esta
noticia, todo comenzó a complicarse. Alfonsín debió convencer a su propio
partido para que le apoyaran en la aprobación de una nueva ley, que se denominaría
“ley de punto final”. Esta aseguraba que el tema de las Juntas Militares no
podía dilatarse en el tiempo de forma indeterminada, pues era un tema tan grave
que no permitiría avanzar al país en otras cuestiones primordiales, es por ello
que se darán sesenta días para que todas las personas que tuvieran que denunciar
alguna violación, abuso, muerte o desaparición llevada a cabo por los militares
lo hiciera dentro de esos días de margen, pues después no se aceptarían.
Esto a los militares no les convenció,
pues pensaban que tras el fin de la Conadep, y del encarcelamiento de los principales
instigadores todo iba a quedar ahí. Pero en esos sesenta días las denuncias llegaron
por miles, en ellas se acusaban a cabecillas militares, a cargos intermedios y a
soldados rasos, de violaciones y crímenes contra la humanidad. Evidentemente
esto alteró en sobremanera los ánimos en los cuarteles. El gobierno de Alfonsín
viendo el revuelo milico, les prometió a estos llevar a la Cámara una proposición
en la que se discutiera una futura ley de “obediencia debida”, por la que los
militares de baja graduación que obedecían ordenes de superiores quedarían
fuera de los juicios, pero la discusión de esta ley se dilataba en el tiempo, y
en abril de 1987 estalló el conflicto.
Desde tiempo atrás en las Fuerzas
Armadas argentinas, se habían creado una especie de comandos con cierto carácter
ultranacionalista, estos recibían el apelativo de Los Carapintadas- evidentemente el apelativo era por que llevaban
sus caras tiznadas en negro-, en esos comandos estarían todos los cabecillas
del futuro intento de golpe de estado. El detonante de la situación, fue que
durante la dilatada discusión sobre la “ley de obediencia debida”, fue llamado a
declarar Ernesto Barreiro, el Mayor del servido de inteligencia del ejército, y
miembro de Los Carapintadas. Barreiro
se negó a acudir al juzgado que debería juzgarlo por tortura y asesinato, y se amotinó
con otras ciento treinta personas en el Comando de Infantería Aerotransportada
de la ciudad de Córdoba. El amotinamiento se repitió en el sur con Alonso, en
el norte con León y en la Escuela de Infantería del Campo de Mayo en la
provincia de Buenos Aires con el teniente coronel Rico. Era el Jueves Santo de
aquel 1987.
Los amotinados pedían al gobierno
que hiciera dimitir a la cúpula actual de las Fuerza Armadas Argentinas, y a la
vez, que los juicios que se esperaban contra los militares, se sustituyeran por
unas condiciones más flexibles para los militares que solo cumplían órdenes. El
gobierno desoyó la petición y pidió a los militares que obligaran a sus pares a
finalizar con aquella actitud. Nadie respondió, salvo el general Ernesto Alias,
que sacó los tanques desde el II Cuerpo con sede en Rosario. A pesar de su
disposición, no consiguió recorrer en cuatro días los poco más de cuatrocientos
quilómetros que lo separaban del Campo de Mayo, posiblemente, su interés por un
enfrentamiento armado se fue enfriando después del primer momento, y decidió
aminorar la marcha esperando a saber qué ocurría en la capital.
Ante las primeras noticias que se hicieron
públicas del amotinamiento de Los
Carapintadas, y del peligro que se cernía de nuevo sobre Argentina, miles
de personas salieron a la calle, ocupando por completo la plaza de Mayo, otros
muchos, rodearon la Academia militar del
Campo de Mayo, a éstos, se les aviso por parte de los militares que si
intentaban entrar en el recinto serían masacrados sin miramientos. El momento
de mayor desconcierto fue cuando el gobierno reconoció que no tenía capacidad,
ni fuerzas para reprimir la insurrección. Pero la mañana del 20 de abril Alfonsín
se asomó al balcón de la Casa Rosada, y dirigiéndose a la abarrotada plaza aseguró que se iba a
reunir con el cabecilla de la revuelta en Campo de Mayo, y les instaba a
esperarle allí hasta que volviera con la solución. Pasaron un par de horas, y
Alfonsín se asomaba de nuevo al balcón de la casa de gobierno. Su primera frase
¡Felices Pascuas!, daba esperanzas a
los millones de argentinos que temían que les arrebataran de nuevo la
democracia. El discurso siguió asegurando que el problema había finalizado, que
los rebeldes había decidió deponer su actitud, que serían detenidos y llevados ante
la justicia. Pero su discurso había cambiado, pues tras ello comenzó a asegurar
que su intención no era dar un golpe de estado, e incluso llegó en un punto a
alabarlos, pues eran héroes de la guerra de las Malvinas. Estas frases a muchos
comenzaron a rechinarles, pues les daba a entender que se había producido un quiebre en ese gobierno. Por eso hay
quien piensa que las últimas frases de su discurso-La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina-, fue el principio
del fin de su gobierno.
Al día siguiente, los diarios argentinos
informaban que el Poder Ejecutivo estaba impulsando la “ley de obediencia debida”. Dos semanas después esta ley se aprobaría,
complementando la “ley de punto final”,
que libraba a la mayoría de los militares aún en servicio, de enfrentarse a
juicio por sus actuaciones durante la dictadura. Inmediatamente las personas
que habían vitoreado aquel Domingo de Pascua a Alfonsín comenzaron a criticarle
ácidamente. El gobierno y el propio Raúl Alfonsín, a pesar que con su actuación
posiblemente hubiera frenado ese día una matanza indiscriminada-todos conocían
la forma de actuación de las fuerzas
armadas argentinas-, al final habían sucumbido a las presiones de los golpistas,
perdiendo todo el prestigio ganado con el juicio de las juntas, y la Conadep.
La Unión Cívica Radical había perdido su maquillaje en favor de los derechos humanos,
quedando ahora en las manos de los golpistas. Posiblemente ahí se fraguó el fin
del partido Cívico Radical en Argentina, que a día de hoy debe unirse a otras
listas minoritarias, o presentar candidatos mediocres a las elecciones.
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