Paseaba por el parque Thays y me imaginaba como pudo
haber sido el asunto. El predio, realmente grande entre la avenida Libertador y
las viejas vías oxidadas de la estación de Retiro, poco más allá, casi al
alcance de las manos, las primeras construcciones amontonadas de Villa 31, construcciones
estrechas de ladrillos mal colocados, unas paredes colocadas sobres las otras,
una especie de subciudad dentro de la gran ciudad. Un Lagash, un Uruk o un Kish
moderna. Un día caerá una de esas construcciones y se vendrá abajo toda la
cuadra, o la mitad de la villa, un efecto dominó, vete a saber. La Mesopotamia austral
del siglo XXI. Lo único, que aquí a diferencia de los que ocurría en las
ciudades del Tigris y del Éufrates, las autoridades no buscarán al arquitecto y
tiraran abajo su casa por su error profesional, aquí simplemente será una
desgracia más, posiblemente tapada, seguramente olvidada días después.
Se me hace extraño pasear por el
parque Thays sin imaginarme como habría sido ese predio treinta años atrás,
cuando allí se levantaba el parque de atracciones ItalPark, uno de los puntos
más visitados y deseados por los niños y jóvenes de la ciudad. Casi puedo
escuchar los gritos ante las viejas atracciones, mientras huelo la mezcla de
garapiñadas, panchos o copos de nieve. Unos olores que según avanzo se van ensombreciendo,
mezclándose con del humo del fuego que un día de agosto de 1989 destruyó la
pista de autos Monza, y que pocos meses después se cebaría con el laberinto del
terror. El humo se disipa de pronto, y es sustituido por el estridente sonido
de las sirenas de emergencia, las que un 20 de julio de 1990 tuvieron que
precipitarse por las avenidas cercanas, en auxilio de dos jóvenes que salieron despediditas
de una de las atracciones. Una falleció, y eso marcó el fin del mítico parque
de atracciones porteño. Algunos decían que en el estado decrepito que ya se encontraba
el parque, sin apenas mantenimiento, lo que había ocurrido era una tragedia
anunciada. A alguien le tenía que tocar y les tocó a ellas.
Muy lejos quedaban ya los años de
esplendor del ItalPark, cuando en 1960 los hermanos Zanón abrieron un parque de
atracciones mágico para la época, y que ocupaba el lugar donde estuvo el
primigenio parque Japonés de la ciudad, antes de que éste se fuera a los
bosques de Palermo. El nombre extraño tal vez, no lo es tanto si se tiene en cuenta
la cantidad de inmigración italiana de la ciudad-los dueños lo eran-, además
las máquinas, parece ser eran traídas desde el país europeo. Las primeras dos décadas
del parque fueron de un éxito rotundo, cada pocos años presentaban novedades que dejaban
boquiabiertos a los jóvenes de la ciudad; primero toboganes y calesas, después llegaron
las máquinas mecánicas, las pistas de autos de choque, o la montaña rusa.
Pero
el accidente mortal no solo acabo con la vida de una chica de quince años, sino
que también lo hizo con el parque. Los años noventa fueron los años de la
hiperinflación, que una década después acabaría como acabó, y el mantenimiento
del paquea era casi imposible para los dueños. Las indemnizaciones sancionadas
por la justicia tras el accidente mortal dio la puntilla al ItalPark, que cerraría
definidamente en noviembre de 1990.
El predio quedó abandonado durante un tiempo, en
su interior las atracciones se cubrían de óxido y olvido, la vegetación avanzaba
y recuperaba lo que un día fue de ella. Un buen día el gobierno local decidió
que ese macabro recuerdo- cuyas imágenes recordaban demasiado al parque de atracciones
abandonado de Prípiat, después del desastre nuclear de Chernóbil-, fuera
borrado del mapa porteño. Se pensó en abrir un nuevo lugar de recreo, aunque
también asomó la afilada sonrisa de pelotazo urbanístico, al final se decidió
que el predio lo ocupara un nuevo pulmón verde, el parque Thays. Inaugurado en
1998, y que sería bautizado con el nombre del
arquitecto y paisajista francés Carlos Thays, el cual realizó la mayor parte de su trabajo en la capital porteña.
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