lunes, 3 de agosto de 2015

EL FUELLE DE TROILO

 


            Cuando hace unos días entré en el primer piso del 833 de la avenida de Mayo, no esperaba encontrarme en un expositor de cristal al final de la primera sala, uno de los objetos más importantes del tango del último medio siglo. Estaba junto a una graciosa y policromada escultura del Pichuco y Piazzola, y a la sombra de un enorme busto en piedra  blanca de Carlos Gardel. Aunque sin duda-al menos para mí-, el objeto más importante del lugar era el fuelle de Aníbal Troilo, su bandoneón.

            Hace tiempo escribí sobre la vida del Pichuco, de cómo siendo un niño descubrió el sonido del bandoneón en una tasca del Abasto, su barrio. O de como su madre Felisa consiguió comprarle un viejo fuelle por plazos, unos plazos que no acabó de pagar porque el vendedor desapareció. Con ese viejo bandoneón, debutaría Troilo con tan solo 11 años en un bar del barrio de Balvanera. Desde ese momento, todo fue un camino largo y duro, que convertiría al pequeño Aníbal en el bandoneonista por excelencia, y eso que había una gran competencia.

            Observando el viejo fuelle-uno de los instrumentos más caros del tango, hasta cincuenta mil dólares puede costar un doble A-, nacarado y de madera centenaria, me vinieron a la cabeza muchas anécdotas del tipo, y de otros grandes músicos que lo acompañaron.

            Antes de la Segunda Guerra Mundial, las orquestas de tango y milonga eran un verdadero negocio. Había decenas y todas ellas compuestas por doce o trece músicos, incluso las había de treinta, una verdadera barbaridad. Pero el sector daba de sobra para mantener a tanto músico y más, la demanda era enorme, había plata y la gente gustaba de divertirse, de bailar. Las sesiones de los cafés contaban con música en directo, por supuesto las tanguearías o las milongas también, las radios emergentes se los rifaban, y las discográficas no daban abasto a grabar todos los temas de las grandes orquestas.

            Pero todo cambió cuando termino la Segunda Guerra Mundial, o más bien cuando dio comienzo la Guerra Fría, el mundo quedó partido en dos; por un lado el capitalismo, por el otro el comunismo. Argentina no se había mojado mucho en el asunto, pero por azar, o por situación geopolítica quedó del lado del capitalismo, y desde ese día sufrió las consecuencias. Fue otra guerra, una guerra intelectual, contra las costumbres y las tradiciones. El capitalismo defendido por los Estados Unidos del Norte, vecinos que por entonces ya se paseaban más  de la cuenta por el sur del continente entró a saco en la vida de los argentinos y demás vecinos del Cono Sur. Fue el momento en el que se introdujeron las primeras costumbres norteamericanas, para de una u otra forma controlar a la población de “su” zona; los primeros refrescos, las primeras cadenas de comida rápida, los primeros ídolos, y sobre todo el rock and roll.

            La gente no escuchaba otra cosa, no bailaba otra cosa, y no demandaba otra cosa. El tango quedó para los carcas y los nostálgicos. Otro tanto ocurrió con la música tradicional de los pueblos originarios, una música que tenía muchos seguidores antes, y que no volvió a recobrar interés hasta que la negra Sosa comenzara a hacer duetos con estrellas del rock nacional, muchos años después. El tango quedó relegado, olvidado. Me comentaba un tipo de unos setenta años en una mesa del Don Quijote-un barcito entre Alsina y Santiago del Estero-, que los que antes se reunían para bailar tangos y milongas alrededor de un  viejo gramófono, ahora se sentaban cuando al tipo que ponía discos en los boliches se le ocurría cambiar el rock por el por entonces gastado tango.

            El negocio de las orquestas se deshizo, de las decenas de ellas que pululaban por la ciudad de Buenos Aires, siempre con trabajo, solo quedaron un par, las de los más famosos cantores, el resto no tenían plata para pagar tantos sueldos. Esto tuvo algo positivo; la creación de duetos, tríos o cuartetos musicales. En estas nuevas formaciones se juntaban los mejores músicos para hacer grabaciones, o tocar en lugares para amantes fieles del degradado tango.  Así se juntaron Pugliese y Goyeneche, Pugliese y Troilo, Troilo y Goyeneche, y sobre todo Piazzola y Troilo.

            Astor Piazzola y Aníbal Troilo, dos bandoneonistas y un compositor, el propio Astor. Muchos idolatran a Piazzola, fue un genio dicen, pero no quieren sus discos para los boliches, las tanguearías y las milongas no los reproducen. Es un tipo difícil, muy complicado de bailar. Piazzola es para escuchar mientras disfrutas de una ginebra, no para bailarlo. Y así era, Piazzola fue posiblemente el primer compositor de tango para escuchar y no para bailar. Odiaba que la gente bailara sus tangos, esta idea le traería muchos dolores de cabeza cuando formó con Troilo, pues el Pichuco buscaba lo contrario, quería que la gente bailara hasta que no pudieran más. No pocas veces Troilo borraba parte de las magníficas composiciones de Piazzola, para remodelarlas en otras magnificas composiciones bailables. A Piazzola le llevaban los demonios cada vez que hacía eso. Piazzola odiaba el baile, no porque no le gustara, sino porque él era cojo, tenía una pierna más corta que la otra y nunca pudo bailar, algo que nunca superó,  por eso se convirtió en el primer compositor de tango para escuchar.

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