Uno
de los placeres que más se pueden apreciar en Buenos Aires, es pasear por ella
una mañana soleada de invierno. Más si cabe después de que la zona haya sufrido
un par de semanas de lluvias torrenciales, que han llevado a partes de la
provincia a puntos desastrosos, con multitudinarias evacuaciones de sus
habitantes y falta de alimentos y agua. Sin embargo, Buenos Aires ciudad no ha
sucumbido a la fuerza del agua, y los pocos lugares que se inundaron levemente
se han recuperado durante los últimos días de buen tiempo.
Incluso hoy el sol que se ha hecho
fuerte entre las oscuras nubes que aparecieron tras el amanecer, y al mediodía,
el sol incluso hacía que te sobrara la chaqueta mientras paseabas por el
centro.
Tras pasar la mañana en el Colón,
escuchando un concierto de música clásica interpretado majestuosamente por la
pianista Marcela Rogerri, y por el violinista Pablo Saravi, decidí cruzar 9 de
Julio, descender toda la calle Tucumán hasta las antiguas dársenas de Puerto
Madero. El centro porteño estaba desierto, y la mayor parte de los negocios
permanecían cerrados, a excepción de los que coincidían con la turística calle
Florida. Los restaurantes de Puerto Madero estaban repletos, incluso las
terrazas estaban completas. Según paseaba entre ellas, y la barandilla que se
levantaba sobre el río de la Plata escuchaba hablar en portugués, francés e
inglés americano. Cada vez más, los restaurantes de esa zona de la ciudad están
enfocados al turismo, los altos precios y la cada vez más estrecha calidad,
hace que los propios bonaerenses solo vayan por allí a ciertos locales-la
mayoría situados en la otra orilla-, y casi siempre a primera hora de la noche.
Lo cierto es que con el paseo y el
cercano olor de las parrillas comencé a sentir apetito, crucé entonces por uno
de los puentes giratorios de la zona, y callejeando entre la zona de los
rascacielos enlace con la Costanera Sur. Avancé por la calle Azucena Villaflor,
dejando atrás las fuertemente vigiladas torres del conjunto Le Parc, y tras pasar
ante el monumento al bandoneón llegué frente a la Laguna de los Coipos.
El día ayudaba a que la zona
estuviese abarrotada de familias, que paseaban por la avenida Tristán Achával, la
cual había sido cortada al tráfico. De un lado, junto al lago, las diferentes parrillas
móviles no daban abasto para atender a todas los clientes que querían comer,
mientras disfrutaban del sol y las vistas sobre la reserva natural. Este lugar
es uno de esos puntos extraños de la ciudad, pues la Costanera Norte es una
reserva ecológica que se sitúa entre una enorme central térmica, y otra zona de
rascacielos que cada vez va horadando más el terreno, construyendo más edificios
y dejando a la Costanera en una tierra de nadie, que los fines de semana se
llena de vida y fiesta.
Me paré ante la parrilla La Oriental
e hice mi pedido; una bondiola y un refresco de naranja. Me senté en una mesa de
las colocadas en la vereda, para disfrutar del sándwich de carne recién
cocinado mientras observaba alrededor. A mi lado un hombre comía salchichas
asadas con chucrut. A lo lejos dentro de la reserva ecológica la gente caminaba
entre los árboles, también se veía familias en bicicleta. Allí, donde yo
descansaba, grupos de amigos y parejas comían tranquilamente. Un poco más allá,
en los puestos de ropa y regalos, los que ya habían comido, o los que hacían
tiempo para ello, paseaban entre los tenderetes. Nadie hablaba otro idioma que
no fuera el castellano, con marcado acento porteño y norteño. Es curioso como
un lugar tan cercano a los lujosos restaurantes de Puerto Madero, y que muestra
una belleza natural que no existe en el resto de la ciudad, es despreciado por
visitantes extranjeros, argentino foráneos y por muchos porteños. Y es que
descubrir los domingos soleados en la Costanera Sur, fue una de los grandes
acontecimientos de mis primeros días en Buenos Aires.
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