Las
playas bonaerenses no tienen arena, ni chiringuitos, ni siquiera tienen agua, más
allá de una manguera vieja con varios remiendos, por donde supura el agua como
suspiros profundos. Las playas bonaerenses aparecen en cada cuadra de cada
barrio y son de precio fijo. Las hay más resguardadas, menos elegantes, con
parasoles y sin ellos, pero todas muestran la misma leyenda pintada en negro
sobre blanco en la pared del fondo; estacionar
de culata.
Si no fuera por estos espacios, por
estos predios amplios y vacíos, sería imposible-lo es de todas maneras-,
conseguir estacionar un coche en el superpoblado Buenos Aires. Durante el día están
atiborrados, por las noches cerradas a cal y canto, dando un tenor fantasmal a
cada esquina de cada barrio. En muchos de ellas, las que quedan vacías los
domingos, porque la gente de la provincia no tiene que venir al centro a
trabajar, se pone una parrilla, y entre vacíos, choripanes y bondiolas, alguien
toca tango o milonga. La gente se arremolina y el predio se convierte en lo más
parecido a una fiesta vecinal, a un asado popular que alegra a propios y extraños.
A última hora de la tarde, cuando el sol se pierde a lo lejos, y la oscuridad
se comienza a parapetar en las calles se recoge todo, queda así listo y limpio
para que al día siguiente, cuando aún no haya amanecido, la playa esté de nuevo
lleva de autos y motocicletas. Aparcados todos de culata.
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