Hay que salir de casa con ganas de llegar a ella, sobre
todo si es como en mi caso, vives en el centro de Buenos Aires, al otro lado de
la ciudad. Salir pronto de casa un domingo, para tomar un subte y un colectivo
al menos, o dos o tres colectivos para que te lleve hasta la zona oeste de la
ciudad, casi al borde de la provincia, al lado de la zona de La Matanza. Lugar
de contrastes.
Junto al
parque Alberdi, que ya a primera hora muestra su propia feria, independiente a
la de Mataderos, más enfocada al turismo y el folklore. El parque muestra una
feria barrial, una feria para los niños y la gente del lugar, tiene un cierto
toque añejo, parece como si los juegos, las barracas de tiro al muñeco, de
manzanas con caramelo y pedazos de tartas caseras, acabaran de descolgarse de
los recuerdo de la ciudad, como si de pronto al bajar del colectivo entraras en
el túnel del tiempo, y salieras en los años setenta u ochenta. Al fondo del
parque, varias personas van montando poco a poco, y mediante mantas extendidas
en el suelo o la hierba, un mercado de esos de segunda mano, donde puedes
encontrar desde ropa usada, a libros de segunda mano e incluso prótesis de
piernas y brazos. Me recuerda mucho a los mercados de pulgas, que aparecen los
fines de semana en el extrarradio de París, o a la feira da ladra lisboeta, que cada sábado y martes monta su
particular museo de los horrores, y los recuerdos rotos, detrás del Panteón
Nacional en Alfama. Supongo, que algo así sería el rastro madrileño de
Cascorro, cuando era eso, el rastro, y no un mercadillo más, que es lo que es
ahora, salvando de la quema algunas pequeñas galerías o puestos de
antigüedades.
Más adelante, en la misma vereda de la calle Lisandro de
la Torre, se levanta el antiguo cabildo del barrio, con su bella galería
porticada o recova, pintada toda en un color rojo, rosáceo, muy parecido al que
muestra a la otra punta de la ciudad la casa de gobierno. En el centro de la
plaza y ante la escultura dedicada al Resero, allí donde nace la perpendicular
calle Corrales, se levanta un escenario por el que van pasando diferentes
grupos de folclore nacional, y del resto de los países colindantes con la
Argentina. En esta ocasión, muchos grupos peruanos y bolivianos, pues se
celebraba la fecha del Éxodo Jujeño.
Alrededor
del escenario muchos puestos de comida ambulantes, que ofrecen los productos
típicos argentinos, más allá de la carne de ternera y del choripán; empanadas
salteñas y jujeñas, locro criollo o tamales, regado todo por vino patero y
sifón. Un poco más allá los dulces típicos, tortas, sopa paraguaya, flanes,
facturas y mucho dulce de leche. Todo ello entre puestos de queso, encurtidos,
palomitas y salames. Al girar la esquina de Corrales para volver al meollo del
asunto, te espera el Bar Oviedo, el más antiguo del barrio, lleno de murales
tangueros, una barra de madera vieja y bella, hundida en el centro por el paso
de los años y los clientes, un paso que se puede observar casi en el espejo
poco lucido del fondo. Al final de la
calle, casi a la altura de la cancha del barrio, donde juega de local Nuevo
Chicago, comienza la demostración de unos gauchos de ciudad, que corren con el
caballo llevando a cabo un juego similar al de las cintas. Tras observarlos un
rato, vuelvo sobre mis paso, y por uno de los laterales de la recova rosácea
entro en el museo del barrio, allí entre un batiburrillo de cosas; radios,
gramófonos, animales disecados, carros de gauchos, uniformes de policía y
carteles mostrando los cortes de la carne, me empapo del antes de aquel lugar.
La historia del barrio, de sus mataderos y sus frigoríficos que dieron trabajo
y esplendor a sus habitantes. Algo que se ha perdido, y que de no ser por el
mercado dominical, hubiera dado con el barrio en el mayor de los olvidos.
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