viernes, 31 de julio de 2015

UN CAFÉ CON CORTÁZAR EN EL LONDON CITY


            Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo,  escribe Julio Cortázar en una de las páginas de  Los Premios. Cuando leí esta novela por primera vez no conocía Buenos Aires, y por lo tanto no sabía de la existencia del café-más bien de la confitería- London City, que se levanta en una de las esquinas que se forman en la intercesión de la avenida de Mayo y Perú. Debo volver a leerlo, pues parece que el café en cuestión sale reflejado en sus páginas. Sé que parte de la acción trascurre en un café, pero al no conocerlo, y sabiendo de la imaginación de Cortázar no le di más importancia. Seguro que tras haber pasado tiempo entre sus cuatro paredes, ahora veré la novela de otra manera, cuando vuelva a caer en mis manos. Algo que será más pronto que tarde.

            El caso es que pasé ante su fachada al poco de llegar, está situado en un lugar privilegiado de la ciudad, y para visitar el centro porteño es indispensable pasar ante sus vidrieras. En una de las veces que caminé junto a él, mi mirada en vez de ir fijándose en los edificios y las personas del exterior, se giró y observó el interior. Una cafetería típica de Buenos Aires; con sus mesas de madera cuadradas, sus veladores, su típico suelo ajedrezado en blanco y negro por el que se movían rápida, y elegantemente más de una docena de camareros. Al fondo, en mitad del local, se levanta su pequeña barra en mármol y madera, sobria y elegante, donde resonaban los platillos del café y las jarras metálicas llenas de agua helada y sifón ligero.

            Según iba avanzando ante su fachada, me fijé que en la parte baja de la ventanas, en el lugar que aparece opacado mediante unos visillos claros, estaba ocupado por decenas de libros editados por la misma firma, que a pesar de las diferencias de grosores y de títulos, compartían una misma estética. En todos ellos aparecía una imagen en negro, como gastada, era Julio Cortázar, y las obras allí mostradas eran todos sus libros.  Al final, en la última vidriera de la avenida de Mayo, una mesa y una silla aparecían semi encerradas entre un par de biombos bajos, que las separaba sin ocultarlas del resto del local, sobre ella una taza de café con el nombre del lugar grabado en verde sobre la luz blanca, dos azucarillos y un cenicero de bronce desgastado. Junto a todo ello, y pegado al tablero de la mesa, una placa pequeña en color planteado, ilegible desde el exterior.
            No me detuve, pero rápidamente enlacé cabos, y al rato, en una librería de La Recoleta me topé con una publicación sobre cafés y confiterías del Gran Buenos Aires. No lo dudé, saqué el libro del viejo anaquel de madera y comencé a ojearlo en busca de las páginas dedicadas al London City, di con ellas casi al final del libro. Según contaba esa publicación, en una de las mesas de ese café del microcentro porteño Julio Cortázar escribió su tercera novela, y la primera por la que se interesó una editorial-aparte de unos cuantos libros de cuentos que ya había publicado- eran Los Premios. Comencé a comprender lo de la mesa apartada del resto, solo abierta a las miradas, como un relicario de café.
            La publicación terminaba asegurando que el café se encontraba cerrado en la actualidad. El dato me chocó, y esa tarde cuando me dirigí a llevar a cabo mi trabajo diario a la Biblioteca Nacional, decidí que antes de subir al sexto piso–donde se encuentra el gabinete de investigadores-, pasaría por la hemeroteca, situado en el sótano del edificio. Le comenté el asunto al encargado; un señor mayor, paciente y relajado, que buscaba información en el ordenador con las gafas caídas sobre la punta de la nariz, y con una mueca de tedio y cansancio ante las nuevas tecnologías, con los ojos entrecerrados y el labio superior recogido sobre la encía.
            Curiosamente, él era cliente asiduo al café -me comentó-, informándome que por suerte el London City no estuvo cerrado durante mucho tiempo, a pesar de que las informaciones primeras sobre su cierre dejaban poco espacio a la esperanza. Tras trastear un rato en una sala, apareció con unos cuantos periódicos de La Nación, fechados en agosto de 2013 y meses posteriores. Fue entonces cuando cerró, y durante meses nadie supo nada, solo se pintaron los vidrios de blanco y se clausuró. Pero meses después se colgó el cartel con la licencia de obras y se valló la esquina, pronto comenzaron las obras. Según las crónicas de aquellos días, el viejo café notable se iba a convertir en un restaurante más de la cadena Pertutti.
            Pero a veces ocurre el milagro, y los que tienen que ponerse a trabajar codo con codo para salvaguardar un pedazo importante de la ciudad lo hacen-el caso de la librería del Colegio fue otro a tener en cuenta-, y llegan a un acuerdo beneficioso y necesario. El ministerio de cultura porteño, la comisión de cafés y bares notables de la ciudad y los nuevos dueños del local, consiguieron que el café volviera a abrirse como estaba antes-desde 1954-, remozado y mejorado. Incluso se reinauguro en un momento muy especial, en agosto de 2014, cuando se cumplía el centenario del nacimiento de Julio Cortázar. Ese día además de inaugurarse el café, se llevó a cabo en la esquina de avenida de Mayo un homenaje al escritor. En el interior se colgaron para quedarse fotos del escritor de Los Premios, y pedazos de la novela en las que habla del café. En el exterior, pintaron grandes rayuelas para que se divirtieran niños y mayores.

miércoles, 29 de julio de 2015

SUBMARINO

 


           El nombre puede ser bastante chocante, sobre todo cuando lo ves anunciado en las cartas de los cafés o en las vidrieras de los barcitos. Pero una vez que entras a un local aterido por el frío, y sobre todo por la humedad del invierno porteño y se lo solicitas al camarero, te das cuenta de que el submarino ya es parte de tu vida desde que paseas la ciudad, pues aún sin saber lo que era o lo que contenía, lo has observado durante cientos de veces en las terrazas de la ciudad. Es la bebida estrella durante el invierno, pero los bonaerenses más golosos o menos gustosos del café lo toman a diario.

            Creo que la primera vez que vi a una persona tomarse tranquilamente un submarino fue en La Biela, uno de mis cafés preferidos de la ciudad, el que más frecuento en La Recoleta sin duda. Era febrero, en pleno verano austral, con un calor que hacía traspirar cada poro de tu cuerpo, pidiéndote alguna bebida fría y refrescante. Cuando entré en el local, observé en una de las mesas situadas entre la cristalera que da  a la avenida presidente Quintana, y la escultura homenaje a Bioy Casares y Jorge Luis Borges, a una señor de unos setenta años, con el escaso pelo plateado engominado hacía atrás, trajeado, elegante, y mirando con gula y gusto como la larga cucharilla removía la leche hirviendo, que se mezclaba con una barrita de chocolate que iba tiñendo, casi tiznando el líquido en el interior del vaso de cristal.

            El submarino es una bebida no solo típica en Argentina, sino también en Uruguay, allí también lo encontré en sus cartas, y en las mesas de sus cafés observé a muchas personas disfrutándolo al sol de última hora de la tarde. Su preparación es muy sencilla, un vaso de leche hirviendo vertida en un vaso largo de vidrio, con un soporte independiente de metal que incluye el asa, para no quemarte al agarrarlo. Después solo tienes que echar dentro una barra de chocolate-mi preferida es la de Águila-, y removerlo con la cuchara larga hasta que se deshaga por completo, y unas pequeñas burbujas de cacao se aposenten en la parte alta. Un placer sencillo y recurrente para golosos o frioleros.

EL CORAZÓN DE FAVALORO




«Si algún día tenés plata, doná un poco al Favaloro. Esa institución ha hecho más por los argentinos que todos los políticos juntos», eso me comentó una señora que tenía a su hijo, con varios problemas cardiacos de nacimiento internado en el Hospital Favaloro de Buenos Aires. Fue una noche, mientras después de cenar y antes de ponerme a trabajar, charlábamos en la puerta de la residencia u hotelito donde me instalé durante una temporada hasta encontrar casa. Ella me contó un poco por encima la historia de la fundación, y de lo que hacían por enfermos que no tenían demasiados ingresos para costearse la sanidad. 

La Fundación, al igual que el hospital y la universidad Favaloro, nacieron gracias a la enorme labor de sus fundador, el doctor René Favaloro, y su gran amigo Luis de la Fuente, también médico.

René Favaloro ya había pasado a la historia antes de levantar la fundación, pues fue la primera persona que llevó a cabo un baipás coronario, mediante un injerto de la vena safena. Nació en La Plata, allí estudió medicina y ejerció por primera vez en el hospital policlínico de la ciudad. Más tarde ya con los estudios terminados, trabajó en diferentes hospitales y ciudades argentinas, para pasar en 1962 a especializarse en los Estados Unidos. Se instalaría en la ciudad de Cleveland, donde como residente colaboraría con cardiólogos locales, sería entonces cuando se interesaría por el estudio en profundidad de las arterías coronarias y su relación con el músculo cardíaco. Nacería allí comienzo de su leyenda en la historia de la medicina. 

En 1971 y tras mucho trabajo por convencerlo, Luis de la Fuente, cardiólogo y amigo, convenció a Favaloro para que volviera a Argentina a operar a la clínica Güemes, por entonces ya había realizado el baipás y los hospitales de medio mundo solicitaban sus servicios. Pero de la Fuente ─fundamental en la carrera de Favaloro, no solo por su formación americana, sino porque era la persona de mayor confianza para él, Favaloro no operaba a nadie hasta que no era diagnosticado por de la Fuente, a hasta que este le realizaba un cateterismo─, consiguió devolverlo a su país. Luis sería, el que convencería en 1975 a Favaloro para que abriera su fundación, con la intención de desarrollar en Argentina un centro de excelencia que combinara la atención médica, la investigación y la educación. Quería realizar en su país un lugar similar al que se había encontrado en su estancia en Cleveland. 
La fundación Favaloro sería un éxito, donde se daban cita los mejores especialistas en el campo de la cardiología, allí estudiaban jóvenes de todo el mundo que querían especializarse en la materia, de ese afán de enseñanza nacería en 1998 la universidad Favaloro. Durante el año 1992 se decidió abrir también el Instituto de Cardiología y Cirugía especializada en cardiología, que nació como entidad sin fines de lucro. Siempre aplicando la medicina y su práctica hacia las personas que más lo necesitaban, y a los que no contaban con suficiente dinero para poder costearse un tratamiento digno en la sanidad pública, menos en la privada. 
Durante estos años, Favaloro vivía por y para la medicina, por y para su fundación, y con la cardiología en la cabeza de forma perenne, pagando todo de su bolsillo y mediante las aportaciones privadas, sin solicitar jamás la mínima ayuda al estado o al gobierno local.
Pero en el año 2000, meses antes de que estallara el corralito, la fundación Favaloro no dio para más, las deudas habían crecido tanto que estrangulaban la buena marcha de la fundación y agotaban a René Favaloro. Intentaba sacar a flote su obra, llegando incluso a solicitar a las autoridades nacionales, que le ayudaran a recuperar todo el dinero que le adeudaban diferentes obras sociales del país. Las deudas que estas obras sociales tenían con Favaloro, podrían haber salvado la fundación, sobre todo la mayor de ellas, la que había adquirido con la fundación el Instituto Nacional de Servicios para Jubilados y Pensionados argentinos, el PAMI.
El   PAMI, negó desde el primer momento que existiera una deuda verificada, aunque sí reconoció la existencia de un viejo reclamo millonario que acumulaba facturas entre los años 1992 y el 1995, pero que no estaban registradas en los libros de cuentas del PAMI. La justicia dio la razón en parte a la fundación Favaloro, pero pidió que se verificaran los casos médicos uno por uno. La verificación no comenzaba, y Favaloro arruinado, y viendo como todo por lo que había luchado en su vida se iba por el sumidero se cansó, y el 29 de julio del año 2000 ─hace hoy quince años─, se encerró en el baño de su casa y se descerrajó un tiro en el corazón
Antes de suicidarse envió una carta a De la Rúa, presidente del país por entonces, y dejó siete cartas escritas en su casa. Entre ellas se podía leer que se había quitado la vida por culpa de la situación económica que pasaba su fundación, y por el cansancio y la desesperación que lo ahogaba a él, debido al caso omiso que de su caso había hecho la administración y la justicia del país. Seguramente, si estas hubieran obligado al PAMI a sufragar las deudas que tenía con la fundación, Favaloro no hubiera tenido que llegar a ese punto. Por cierto, el que por aquel entonces estaba al frente del PAMI en calidad de interventor ─el que aseguró que no había deuda, y se negó a pagar─, era un tal Horacio Rodríguez Larreta, que desde hace unas semanas es el nuevo alcalde de Buenos Aires. Lo digo por los desinformados, y por los de tienen la memoria frágil, para que sepan con quien se juegan los cuartos. 
Favaloro hizo mucho por el avance de la medicina a nivel mundial, y luchó mucho porque Argentina contara con un mejor servicio sanitario, más cercano, más eficiente y más barato. Hasta su suicidio sirvió para ello, pues hizo que la mayor parte de la sociedad y de la ciudadanía ─por entonces ignorantes del verdadero problema─,  se concienciara de la mala situación de la sanidad del país, lo que haría que tras muchas protestas los gobernantes se lanzasen a salvaguardar la fundación. Hoy por suerte sigue funcionando a pleno rendimiento, ayudando cada día a cientos de personas que necesitan una sanidad barata y de calidad. El tiro que Favaloro se infringió en su corazón, sirvió de nuevo para dar un espaldarazo a la cardiología argentina.

martes, 28 de julio de 2015

BIZCOCHOS CANALE

            Pasar por delante de la vieja fábrica de Bizcochos Canale en Barracas, es como rememorar aquel viejo Buenos Aires, cuando la ciudad no solo era la urbe de referencia dentro de América, sino que era la envidia de Europa. Aquella fantástica y lejana ciudad capaz de igualarse al París y Londres de entreguerras. Cuando el hoy casi olvidado barrio de Barracas, no solo era el zenit del tango más arrabalero y más auténtico, donde la garufa y la bronca se mezclaban entre los sonidos del bandoneón y el sabor de la ginebra a granel, bajo la luz de un farolillo tibio en una esquina de la parte baja del barrio, donde los malandros o los malevos de traje oscuro con raya blanca fina, casi invisible, funyi de fieltro y mostacho criollo se movían fantasmagóricamente, amenazantes, por el entorno de los viejos y oxidados railes de la estación y el Riachuelo.
            En esos años Barracas era un barrio de floreciente crecimiento industrial, además de los Bizcochos Canale, los chocolates Águila triunfaban un poco más abajo, cerca del final de la calle Vietyes. Los bellos edificios señalaban donde se encontraban las más pujantes empresas patrias. Hoy eso todo es historia, la vieja fábrica de chocolates se mantiene en pie, si, bella y majestuosa en su esquina, pero de su interior no queda nada, hay un supermercado. El caso de los Bizcochos Canale no fue diferente, después de estar mucho tiempo abandonada, fue el gobierno de la ciudad el que se hizo con el local, y colocó oficinas gubernamentales en su interior. Al menos la fachada se respetó, y eso en los años que corren, de nuevas formas, eclecticismo y mínima decoración, es todo un logro.
            Lo que ocurrió con los productos que ofrecían ya es otro cantar, los chocolates Águila se siguen fabricando-son los mejores para hacerse un buen submarino. Un vaso de leche caliente con un pedacito de chocolate negro en su interior-, pues Arcor, la única fábrica local de dulces que sigue existiendo la compró. Pero los bizcochos y las galletitas que se realizaban en el interior de la vieja fábrica Canale-situada en el triángulo mágico que nace de la unión de tres clásicos barrios porteños; Barracas, San Telmo y La Boca-, desaparecieron para siempre hace unos años, cuando la empresa fue comprada por la multinacional americana Nabisco en 1999.
 
            Lejos queda ya aquel día de 1875, cuando José Canale decidió abrir una pequeña panadería entre la calle Defensa y Cochabamba, local que muy pronto se convertiría en la panadería más conocida y transitada del barrio. Esto haría que el negocio se quedara pequeño en seguida, teniendo que trasladarse al nuevo emplazamiento donde se levantará el actual edificio, en Martín García. En los años treinta del siglo pasado, comenzaría a fabricar además del pan los famosos bizcochos, y en los años cincuenta haría lo mismo con una amplia gama de mermeladas. El caos llegaría en 1985, cuando un incendio devoró la mayor parte de la fábrica, y desde entonces ésta no levantó cabeza. El incendio hizo aumentar enormemente la deuda de los dueños-descendientes del fundador-, que para salvaguardar el producto decidieron vender la fábrica a la argentina Macri, era 1994. Esta empresa la mantendría hasta 1999, cuando pasó a la multinacional Nabisco, cerrándose la fábrica, y con el tiempo desapareciendo los Bizcochos Canale de las mesas de los argentinos
 

lunes, 27 de julio de 2015

JAZZ EN EL VIEJO ESTANQUE DEL LEZAMA


            Es cierto que el barrio de San Telmo se llena de vida los domingos, en realidad se llena demasiado de vida para mi gusto. Hay domingos en los que es imposible caminar por su artería principal; la calle Defensa. Pero también es imposible comer o tomarse un café tranquilamente, muchos de los cafés que no están en el recorrido turístico del mercado de cosas viejas y rotas-cada vez menos, y cada vez más de suvenires-, cierran para descansar, y los que sí están en su camino, se encuentran tan llenos de turistas que no puedes ni asomarte. El café Dorrego es intransitable, y el Británico al final de la calle, apenas da un segundo de respiro.

            Pero no todo es malo. Saliendo de la marabunta de turistas, dejándote llevar por la calle Defensa hacía la parte baja, la cosa va cambiando. Apenas quedan tenderetes, y los que aparecen venden artesanía indígena, y libros de segunda mano a un precio razonable-nada que ver con los que se ofrecen en mitad de la feria-. Pero aún más abajo se llega a la calma, que coincide con la entrada del parque Lezama, donde entre árboles y estatuas los niños corren detrás de una pelota, y las parejas o los amigos, se sientan a merendar y a tomar mate en el césped que nace entre las sendas.

            Es realmente relajante sentarse a la sombra de alguno de los plátanos u ombúes a descansar, mientras observas el devenir de los vecinos, o echas una ojeada al libro que llevas en el bolsillo. El ambiente va mejorando cuando el sol comienza a bajar, y desde la lejanía comienza a llegar una melodía de saxofón, acompañada de un contrabajo. De pronto la orquesta comienza a tocar animadamente, y las personas que remoloneábamos por el parque, nos dirigimos hacía el foso que se levanta en el lateral de la calle Brasil. Allí en una especie de gradería, que hace muchos años, cuando el parque Lezama era un lugar sofisticado y verdaderamente cuidado, existía un estanque de estilo francés, donde se podía navegar en góndolas, mientras una orquesta desde el quiosco animaba a los paseantes y marineros de ciudad.

domingo, 26 de julio de 2015

QUIROMANCIA Y TAROT EN PLAZA FRANCIA


            Pasan bastantes desapercibidos entre los cesteros de panes calientes y tenderetes de artesanía, recuerdos y pseudo obras de arte, pero están ahí. Tengo además la impresión de que cada día van aumentando en  número, que lo que en un primer contacto con la plaza me parecieron un par de tarotistas en la puerta del Centro Cultural de La Recoleta, ayer se habían convertido en más de media docena, hombres y mujeres tranquilos, de mirada reposada, sentados en sillas de terraza de barcito ante unas mesas enclenques, poco estables, decoradas con manteles coloridos y llamativos, desde donde esperan a su nuevo cliente. Pero siempre colocados de forma casi ineludible, a lo largo y ancho de las adoquinadas callecitas de la Plaza Francia, frente a la basílica del Pilar y el cementerio.

            Las personas que buscan sus servicios no son pocas, la verdad es que es bastante normal ver ocupados los taburetes plegables, que sirven para que éstos reposen las posaderas-de forma bastante incomoda por cierto-, mientras el tarotista o quiromante, lee la líneas de sus manos, o le echa las cartas sobre un tapete gastado y descolorido.

            Lo cierto es que el porteño por lo general, es bastante consumidor de estas prácticas, digamos que son de un carácter bastante cercano a la sugestión, sea mediante estos tahúres de cartas mágicas, mediante las numerosas santerías que se abren en las calles del centro, o incluso, bajo el paraguas de los numerosos psicoanalistas que abren sus oficinas-más que clínicas- de trabajo, en cada portal de las exclusivas calles de los barrios más destacados de la capital bonaerense, pero también en los barrios menos propensos al gasto compulsivo, o al derroche de efectivo en estas prácticas. Pero el gusto por lo exotérico, y por el control del subconsciente está realmente extendido en la capital. Seguramente muchos dirán que exagero, que son una minoría, puede ser,  pero de ser así, cómo es posible que todos estos negocios no solo sigan en pie, sino que además se multipliquen cada mes.

sábado, 25 de julio de 2015

PATIO BULLRICH


           Supe de su existencia al poco de llegar a Buenos Aires, fue mucho antes de pasar por su puerta, y aún mucho más de entrar a pasear por su interior. Ocurrió mientras leía en una terraza de la calle Perú de San Telmo, en mis manos tenía la primera novela que me agencié en la ciudad; una obra policiaca, escrita por Álvaro Abós. En ella, el escritor argentino narra la última aventura del inspector Muñecas. El muerto que aparece en las primeras páginas era un tipo rico, bien vestido y con una billetera de lujo, que tras varias averiguaciones, resultó haber salido de una de las exclusivas tiendas del Patio Bullrich. Esa fue la primera vez que el lugar resonó en el interior de mi conciencia.

            No hice mucho caso al nombre, pero supongo que quedó guardado en alguno de esos cajones de sastre, que cada cual tiene dentro de su cabeza, y semanas después, cuando paseaba por el barrio de La Recoleta me topé con el lugar de nuevo. Ese día buscaba un restaurante en concreto, lo que hizo que me deslizara por una calle por la que antes no había transitado; la calle Posadas.

            Nada más entrar en ella, me percaté de que posiblemente fuera la calle más exclusiva del barrio, incluso más que la carísima avenida Alvear, donde se levantan los grandes hoteles con portadas aquiescentes al derroche y botones solícitos. A los primeros pasos, me fije en una pequeña placa situada en un portal que se abría a la derecha de mí caminar, en ella, se anunciaba que en ese lugar había vivido ─durante la última parte de su vida─ el escritor argentino Adolfo Bioy Casares, junto a su mujer, la también escritora Silvia Ocampo. La obra de Bioy ─gran amigo de Jorge Luis Borges─, la conocía desde hace años, pero muy por encima, poco más allá de sus cuentos y de La invención de Morel, pero está estancia porteña ha servido para que me introduzca amplia y calmadamente en la totalidad de su obra. Una estupenda excusa para volver, en cualquier otro momento de mi vida a la ciudad que no vio nacer y morir.
            Un poco más adelante, me topé con el Melía Recoleta, un hotel pequeño ─al menos desde el exterior─ pero desbordante de eso que algunos llaman glamour, y a lo que otros preferimos definir como elegancia de otro tiempo, bien sustentada por billetes, muebles de coleccionista y obras de arte de anticuario. Uno de esos lugares que llaman la atención por su opulencia disimulada, y que detrás de las vidrieras esconden algo más que dinero y caprichos. Un establecimiento donde son más importante los modales que los billetes, al menos en un primer momento. 


           Exactamente lo contrario que me encontré un poco más allá, en el interior del Patio Bullrich. Llegue a él una vez que había dado con el restaurante que buscaba, y que se encontraba a medio camino entre el hotel y el centro comercial, en la misma vereda. En el Patio Bullrich me crucé con varios grupos de jóvenes vestidas igual, con el mismo estilo de ropa, el mismo corte y tono de pelo, y la misma forma de moverse, que miraban embobadas sus teléfonos de última generación sin hacerse caso las unas a las otras. Entre las más exclusivas tiendas de ropa, completemos y decoración, se pasean las personas con más caché ─fama que da el dinero y no la capacidad para ganarla por sí mismo─ de la ciudad, mezcladas con turistas asiáticos y brasileños, a los que no les cerraba la billetera, por la cantidad de billetes de cien pesos que llevan en su interior. 
            Lo cierto es que el lugar es bonito, un edificio de 1867, creado por un arquitecto inglés para alojar un lugar de comercio de todo tipo de mercancía; desde ropa, hasta caballos de pura sangre ─desde el primer momento tenían claro el tipo de clientela que buscaban─. Aún hoy después de varias restauraciones se mantienen las barandillas originales, el majestuoso reloj que se sitúa en la galería central del primer piso, y sobre todo la lámpara de araña y la cúpula del hall de la entrada principal. 
            Después de pasar un rato observado personas que no me ofrecían nada de confianza ─por sus miradas creo que yo a ellos aún menos─, y cansado de escuchar comentarios huecos y vacíos de contenido a cada paso, decidí salir del edifico por la puerta trasera, la que da a la avenida del Libertador. Justo frente a ella, observé un muro de colores, el formado por los contenedores amontonados al borde de los viejos railes de la estación de Retiro, un paso más allá, a tan solo una calle de distancia de uno de los locales más lujosos de la ciudad, comienza Villa 31. La noche y el día de una sociedad que está condenada a no entenderse, incluso a odiarse por culpa del dinero. Ahora que lo pienso bien, comprendo mucho mejor al asesino de la novela de Álvaro Abós, y me da menos pena el tipo de la billetera de lujo, ése al que dejan listo de papeles nada más comenzar la historia. 

viernes, 24 de julio de 2015

GALPONES DE PRODUCTOS TRUCHOS


Galpón de Retiro.
            Supongo que hay muchos más repartidos por toda la ciudad, pues suelen encontrarse cerca de las estaciones de ferrocarril, y en Buenos Aires abundan, pero por su tamaño resaltan los que se levantan junto a las dos estaciones principales de la capital porteña; Retiro y Constitución.

            He paseado por su interior en varias ocasiones, el de Retiro mucho más organizado, con dos largos pasillos paralelos, separados por dos filas de tiendas; pequeñas, tal vez por el verdadero tamaño, tal vez porque el abigarramiento de sus múltiples mercancías amontonadas, los hacen más pequeños de lo que en realidad son. El que se levanta un poco más allá de la fachada principal de la estación de Constitución, en la misma vereda, pero separado por una calle estrecha, es mucho más caótico; un gran hall del que nacen muchos pasillos, que después se van ramificando en otro más pequeños o en rotondas entre pasillos, con una tienda de pantalones vaqueros o una panadería en el centro. Entre la locura de sus tiendas, se mueven de igual manera carteristas, consumidores, vendedores ambulantes, usuarios que buscan la mejor oferta, policías de paisano, turistas despistados, que más pronto que tarde van a necesitar de la ayuda de los policías ─estos si─, que visten con chaleco naranja sobre el uniforme oficial. 
            Lo cierto es que estos lugares son un punto mágico para los que buscan vestirse barato. Son una especie de mercadillos de barrio, al más puro estilo español, pero cubiertos. Aunque si hay una salvedad que los diferencia, aquí todo lo que se vende es falsificado, es decir, son réplicas de marcas de ropa ─sobre todo─, pero también de teléfonos celulares, de computadoras y de películas y discos musicales. Pero si hay un producto que abunda por encima de los otros, ese es la ropa deportiva, las remeras ─camisetas─ de equipos de fútbol nacionales e internacionales, que se venden a un diez por ciento del precio que se pide en las tiendas oficiales de la marca que las fabrica. 

Galpón de Constitución.
            Por ello mismo, por su afición a vender productos falsificados, estos lugares han traído bastantes problemas a los dueños de las tiendas que se levantan en su interior. En el año 2011, el galpón de Retiro fue precintado y clausurado hasta nuevo aviso por la autoridad pertinente, pues se descubrió ─todos parecíamos saberlo menos ellos─, que vendían falsificaciones. Se les acusó de una fragrante violación de marcas. Cuando el lugar estaba precintado, de buenas a primeras comenzó a arder, fue de madrugada y cuando los bomberos acabaron de apagar el fuego, la enorme sala se había reducido a escombros, arrasando toda la mercadería que había quedado dentro tras la clausura. Pronto, el dedo de la culpabilidad apuntó a varios comerciantes que estaban en contra del lugar. Contrarios a la idea de que éste volviera a abrirse al público, decidieron tomarse la justicia de su mano. Hoy en día, se encuentra de nuevo abierto, y a cualquier hora que se visite se encuentra abarrotado, sobre todo en verano, cuando el lugar sin refrigeración y bajo un techo de chapa, se convierte en un verdadero horno urbano.

            En el caso del que se abre en Constitución, bautizado como Feria de la Saladita, también sufrió un incendio similar en 2012, un fuego que fue intencionado y del que no se encontraron culpables, aunque los  vendedores del interior ─que tienen licencia y pagan sus impuestos─ saben a quién culpar de ello. En este caso no quedó destruido por completo, pero si seriamente dañado, lo que hizo que toda la estructura tuviera que ser apuntalada para que no hubiera males mayores, para seguidamente comenzar a restaurarlo. Hoy en día también funcione a pleno rendimiento.

jueves, 23 de julio de 2015

EL ÚLTIMO LECHO DE BELGRANO


            El día 20 de junio de 1820 cuando murió Manuel Belgrano, los diarios de la ciudad de Buenos Aires no hablaron de él. Así, sin importarle a nadie, se fue el que pocos años antes había sido el mayor héroe que había tenido la Argentina, posiblemente el último. Se marchó olvidado por sus contemporáneos, y vilipendiado por los nuevos gobernantes, que bastante tenían por entonces con prevenirse de las navajadas de sus seguidores y amigos. No hacía mucho tiempo que Belgrano había conseguido las importantes victorias de Tucumán y Salta, después del exitoso éxodo Jujeño, salvando la vida de aquella población que estaba a punto de caer en manos de los realistas del Alto Perú. Un golpe maestro, de gran estadista, en mitad de la guerra por la independencia de los territorios del antiguo virreinato del Río de la Plata. Poco antes, había creado la bandera nacional y se la había hecho jurar a sus chicos en Rosario, a punto de partir a luchar al norte. Posiblemente, lo que ocurrió aquel día en Rosario, fue el acto más patriótico y más importante de toda la guerra, por mucho que los gobernantes que estaban apoltronados en los salones del Cabildo porteño, se llenaran la boca asegurando que ellos eran los verdaderos rebeldes. 

            El héroe patrio murió en la más absoluta de las miserias, tanto que cuando estaba a punto de fallecer, y llegó el momento de pagar al médico que lo había atendido, solo pudo ofrecerle su reloj de bolsillo, un regalo que le había otorgado el rey inglés Jorge III cuando Belgrano era un mito viviente. Sería enterrado en la puerta de la iglesia del Rosario de los dominicos de Buenos Aires, como había pedido él en su testamento, pues además de militar era miembro de la Tercera Orden de Santo Domingo. Amortajado con al habito blanco de la orden, su lapida debió de ser improvisada con el mármol de una de las cómodas que se encontraban en su casa.  Sobre ella alguien talló Aquí yace el general Belgrano. Nada más, ningún homenaje, ningún reconocimiento. 
             Ni siquiera su muerte fue motivo de cuchicheos en las mesas de los cafés, o en los patios de vecinos, porque el mismo día que el prócer argentino pasó a mejor vida, la provincia se encontraba en mitad de una crisis política que amenaza con la anarquía. Tres gobernadores ─como suele ser habitual─ preferían dejar que se hundiera la ciudad por su beneficio, por lo que estos egoístas políticos, robaron también los últimos comentarios sobre Belgrano. 
            Allí quedó olvidado su cuerpo, a unos metros de su antigua casa, bajo la entrada de la iglesia que tanta importancia tuvo durante la segunda invasión inglesa de 1807, cuando los hijos de la Pérfida Albión se parapetaron en su interior, defendiéndose del avance de las fuerzas de los Tercios de Cántabros Montañeses, que finalmente les dejaron listos de papeles, y les harían rendirse ─en el interior del templo hoy aún se pueden ver las banderas inglesas capturadas en la batalla─. Pero en 1985, un grupo de estudiantes decidieron poner fin a esa larga cuarentena, y mediante una colecta popular, consiguieron el dinero suficiente para levantar un mausoleo que hiciera justicia al creador de su bandera.
            Se llevó a cabo un concurso público de proyectos que finalmente ganaría el escultor italiano Ettore Ximenes. El mausoleo se inauguró el 20 de junio de 1903, ochenta y tres años después del fallecimiento del Belgrano. La construcción que cuenta con nueve metros de altura, es rematada por un féretro realizado en mármol de Carrara y un águila, una alegoría del guerrero que lucha por la libertad y la independencia. El conjunto es portado por un grupo de ángeles dorados. En cada lado de la base se colocaron la alegoría de la Acción y del Pensamiento, algo muy unido al viejo general. Bajo este gran mausoleo, se encuentra la urna con los restos del prócer. En seguida comenzaron a llegar muchas placas de agradecimiento, muchos recuerdos sobre sus honores como economista y como militar. Pero hay una que llama mi atención sobre las demás. En ella aparece escrito Studis Provehendis ─Proveedor de Estudios─, en recuerdo de la donación que Belgrano hizo de su premio por las batallas ganadas del Alto Perú, con la intención de que con él, se construyeran las primeras escuelas en la zona norte del país. Escuelas que él nunca vio realizadas.
            Pero como suele ocurrir en estos casos, Belgrano, a pesar de que ahora reposa en un recinto histórico, y que disfruta de un mausoleo digno de una persona que dio su vida por la creación del país, hoy de nuevo pasa desapercibido ante las miles de miradas que pasean ante él. Muchos, ni siquiera  se fijan en la llama votiva encendida día y noche sobre la puerta de la avenida que lleva su nombre, y que ya avisa de que allí hay algo especial. El lugar se encuentra en la intersección de la avenida Belgrano ─una de las más transitadas entre semana─, y la calle Defensa ─la que más personas alberga los fines de semana gracias al mercado de San Telmo─. Aun así, apenas un puñado de personas entra a visitar el lugar a lo largo del día.

miércoles, 22 de julio de 2015

KILÓMETRO CERO.



            El 1935 se amplió la lista de monumentos que engrosarían las plazas y calles de la ciudad de Buenos Aires. Bajo la atenta mirada del por entonces presidente de la Nación, Agustín P. Justo, del ministro de Obras Públicas y del Presidente de la Dirección Nacional de Vialidad, se inauguró el hito del kilómetro cero de la red de carreteras argentinas. Un nuevo lugar para ser visitado por turistas extranjeros y nacionales, cuando éstos se dejen caer por la capital, debió pensar alguno. Al estilo del de la Puerta del Sol de Madrid, o de la plaza de Notre Dame en París.

            Pero como en todo, los argentinos también son especiales en lo del kilómetro cero, pues a pesar de que en 1934 se inauguró el monumento de marras en la plaza Lorea ─sobre la intersección que nace donde enlazan la avenida Rivadavia  y la avenida de Mayo─, junto a la estatua del tallador Isidro Lorea, unos años después ─tras el decreto de Mayo de 1944─, el hito del que parten todas las carreteras del país cambió su lugar de ubicación, pasando a estar situado en mitad de la plaza del Congreso ─llamada realmente Plaza Mariano Moreno, en honor a uno de los principales ideólogos de la revolución de Mayo de 1810─, justo donde confluye la plaza con la calle Virrey Cevallos, y muy cerca de la réplica de El Pensador de Rodín. Parece ser que de la noche a la mañana el punto de nacimiento de las carreteras cambió, al mismo tiempo que mudó el gusto de los gobernantes por el diseño de la ciudad. Eso, o que decidieron rebautizarlo como kilómetro cero y cuatrocientos metros ─por ejemplo─. Aunque supongo, que lo lógico es pensar que el kilómetro cero sigue en su sitio, olvidado, mientras que el monolito que lo representa, y junto al que fotografían los turistas y demás, está colocado donde la divinidad de turno le dio a entender al político que se ocupó del asunto. O lo que dicho en refrán castellano, unos cargan la lana y otros llevan la fama.


           Fuera como fuese, el caso es que el monolito no está donde debería, y posiblemente tampoco como debería, pues a pesar de ser inaugurando con toda la pompa y los honores del estado, hoy en día se encuentra más bien abandonado. Además la del Congreso, es una de las plazas con más monumentos por metro cuadrado del país, lo que hace que mucha gente pase por encima del hito sin saber que se encobraba allí. Los que no suelen pasarlo por encima son los vándalos, que se dedican a pintarlo con espráis y a cubrirlo con pasquines de los temas más variados.

Era muy normal que las caras pétreas del monumento, que sobre uno de sus laterales representa a la virgen de Luján ─patrona del país, y por ende de la red de carreteras─ y en el otro un mapa en relieve de Argentina, amanecieran cubiertas de diferentes colores, pinturas que ocultaban las imágenes originales, y daban un aspecto bastante sucio del monumento y de la zona. Por eso, tras su última restauración ─algunos vecinos de la zona me aseguran que fue en 1993, otros que en 2003─, el ejecutivo bonaerense decidió proteger el hito con una valla, al menos para evitar las intervenciones más fuertes contra el monumento. Como ven en ciudades como Buenos Aires, hasta la más minúscula piedra tiene una historia que contar.
Aspecto del Kilómetro cero argentino, intervenido y dañado antes de ser vallado tras la última restauración.





martes, 21 de julio de 2015

LA MUEBLERÍA DEL CHALECITO



            Puede  parecer una construcción moderna, un lujo de un nuevo rico, o de un as de las finanzas y las cuentas corrientes ajenas, pero no. El chalet que asoma casi en la confluencia de la avenida 9 de Julio y Corrientes ─entre Sarmiento y Cerrito para ser exactos─, ya estaba allí cuando se construyó el Obelisco, ya existía cuando la avenida 9 de julio solo era una calle más de las miles de la ciudad, estrecha y sin luz. Mucho antes de ser la más grande del mundo. Esos enormes cambios urbanísticos sufridos en la década de los treinta del siglo XX, ya los presenció en primera fila el dueño del chalet más alto del país ─no sé si del mundo, aunque sinceramente dudo que haya muchos como éste─.

            La historia del chalet es curiosa, pero la de su dueño creo que lo es más. Rafael Díaz, un chico que se cree era descendiente de valencianos, y que en los últimos años del siglo XIX ─con apenas quince años─, trabajaba como simple vendedor en una mercería de la calle Chacabuco. El joven Rafael era tan pobre, que por las noches debía dormir sobre el mostrador del mismo negocio que atendía por el día. Como tantas personas de aquella época se agarraban a un clavo ardiendo para sobrevivir, él también lo consiguió. Además de trabajador, era listo, espabilado más bien, y tenía buen ojo para los negocios. Po ello, al ir cumpliendo años fue cerrando tratos con unos y con otros, fue buscando puestos de mayor relevancia y sueldo, e invirtiendo lo que ganaba en nuevos negocios, siempre junto a otros socios españoles. La cosa fue mejorando, y el Rafael Díaz ya adulto consiguió llevar a cabo su sueño en 1927, momento en el que construyó un edificio en el número 1.117 de la calle Sarmiento, muy cerca de lo que luego sería 9 de Julio. En el interior del nuevo edifico montó la mayor tienda de muebles de toda Latinoamérica; Muebles Díaz. Los que lo recuerdan, aseguran que en cada piso exponía diferentes estilos de muebles, desde la planta baja hasta el ático. 

Al principio, la publicidad realizada en cerámica blanca y negra ─aún resiste una en bastante buen estado que puede verse desde una de las veredas de la calle Sarmiento─ de la tienda a penas se veía, el edifico era muy alto para la época, y la calle resultaba muy estrecha. Pero la suerte se puso de parte de Rafael Díaz, y pocos años después de que él abriera su negocio, el gobierno decidió abrir la avenida 9 de Julio, tirando abajo numerosas casas, y haciendo desaparecer calles estrechas para que naciera la gran avenida, donde poco después se construiría el símbolo de la ciudad; el Obelisco. Cuando la calle se amplió y dejó libre de obstáculos la mueblería Díaz, la gente descubrió no solo los anuncios publicitarios en cerámica, sino también el extraño edifico que coronaba la mueblería. Un chalet allí arriba, se preguntaba las personas que lo señalaba mientras cruzaba la avenida ─aún lo siguen haciendo─, o mientras esperaban la cola para entrar al teatro Broadway de Corrientes ─desde donde se ve a la perfección─.

            Esa fue la mejor publicidad que tuvo Rafael Díaz durante su vida, nadie iba a comprar muebles a la casa de Díaz, sino que todos iban a la mueblería del chalecito en el tejado. El chalet se había construido a la vez que el edifico, pera la gente lo descubrió casi diez años después, y desde entonces no dejó de ser una típica postal porteña. Lo cierto es que el chalet fue un capricho de Rafael Díaz, una casa de paso, pues él no vivía allí de forma continua, sino que lo hacía en la localidad de Banfield, al sur del Gran Buenos Aires. Como le era imposible viajar hasta allí a la hora del almuerzo, decidió hacerse esa casa para comer tranquilamente y después dormir una siesta antes de volver al trabajo. Volviéndose cada tarde a su casa en ferrocarril.

            Desde la altura del chalet, Rafael Díaz podía contemplar cara a cara el Obelisco, ver la nutrida avenida Corrientes, y dicen que los días claros, incluso la costa uruguaya. La casa se copió de unas similares que había observado en sus veraneos en Mar del Plata, que a su vez estaban inspiradas en el estilo arquitectónico normando, con dos pisos y un pequeño jardín. Rafael Díaz fue pionero en muchas cosas, y también lo fue en el mundo de la radio, pues creó una emisora propia desde el chalet ─LOK muebles Díaz─, desde la que emitía la publicidad de su tienda. La emisora llegó a tener un gran alcance, pero cuando la radiodifusión se reguló en el país, y el gobierno fue a su casa a cobrarle por usar las ondas de todos los argentino, Díaz le mentó la punta del Obelisco, y dejó claro que no aflojaba un peso por su radio, por lo que la frecuencia fue cedida a otra emisora emergente. De esa frecuencia salieron las primeras emisiones de la que luego se conocería como Radio Rivadavia, y que aún a día de hoy sigue emitiendo bajo esa marca. 

            Rafael Díaz Díaz haría mucho dinero con el negocio de muebles a lo largo de su vida, tanto que pudo comprar más edificios, hoteles, teatros, o cines, tanto en Buenos Aires como en Mar del Plata. Pasó de dormir sobre el mostrador de una mercería, a ser considerado uno de los tipos más ricos del país cuando falleció en 1968. La mueblería Díaz fue heredada por sus hijos, pero en los años setenta abandonaron el negocio y utilizaron los pisos para alquilarlos y vivir de las rentas. Entonces el chalet de la terraza se usó para varias actividades: entre otras fue estudio de un fotógrafo, o sirvió de agencia de modelos. Pero con el paso del tiempo fue abandonado, y tapado por la emergente publicidad lumínica que abarrota esa zona de la ciudad. Hoy apenas puede verse desde varios puntos de la calle, y no de forma completa. Aunque hace no mucho se restauró, utilizándose la parte baja del chalet como oficinas de administración del edificio, y respetando la parte alta, a la que se sigue ascendiendo por una pequeña escalera de caracol y que permanece vacía, guardando la forma original de su creador, aquel niño que soñaba con vivir en el cielo, mientras dormía en un frío mostrador de la calle Chacabuco. 

lunes, 20 de julio de 2015

NUEVOS VECINOS



           A primera hora del día, cuando aún el frío de la noche no había sido devorado por el sol incipiente de la mañana invernal, el tipo vestido de negro y con el pelo plateado agarrado en una coleta sobre su nuca, comenzaba su trabajo. Usando dos sillas y la pared de su futuro negocio como atril, comenzó con su largo trabajo manual, un trabajo casi artesano. Marcaba con parsimonia mediante un trazo leve, casi invisible, las líneas que luego rellenaría con pintura blanca, lo que una vez finalizado, serían las letras que anunciarían al exterior la proximidad de su negocio. De su sustento.

            Como imaginaran, el futuro café París, que se abrirá en la Calle Santiago del Estero del barrio de Montserrat de Buenos Aires, no será un café de lujo, no tendrá camareros que vistan chaleco y pajarita, no habrá un maître al fondo de la sala, dando órdenes precisas y óptimas con una sola mirada. Por supuesto, no habrá en la puerta una cola perenne de turistas esperando entrar a probar sus manjares, mientras leen una guía de colores, o fotografían a todo el que pasa junto a ellos en la vereda. 

            Muchos dirán que qué se puede esperar de un café que no puede permitirse comprar un cartel ya impreso, con su marca de cerveza patria o de refresco de cola multinacional en uno de sus lados, de esos que se ilumina por las noches. A muchos les echará para atrás la simpleza de su presentación. Supongo que muchos, preferirán sentarse en los ventanales de la cadena de cafés americanos que se abre un poco más adelante, sobre la misma vereda, y donde nunca falta gente aguardando su sitio para sentarse junto al ventanal, a leer el periódico, o a hacer una labor realmente importante con su ordenador de marca frutal, y que debe colocar en según qué posición concreta, para que todo el mundo que pase por la avenida vea que es una persona moderna e importante; que tiene un ordenador a la última, y lo utiliza en una cafetería universal. Supongo que se excitaran pensando que eso mismo, el mostrarse supuestamente feliz ante un escaparate, bajo el mismo decorado y consumiendo el mismo café y la misma galleta empaquetada, lo estarán haciendo miles de personas en Nueva York, Barcelona, París o Japón en esos mismos momentos. La estupidez no es patrimonio único de ningún país, ni de ninguna raza o creencia.

            Por eso mismo a mí, que soy huidizo a las contemplaciones ajenas, que uso los cafés para tomar café, cerveza o comer algo mientras converso, leo u observo, me gustan estos sitios. Estos barcitos de barrio, conducidos hacía el éxito o el fracaso por hombres y  mujeres con nombre de pila, y sin plaquita en el pecho que informe a los no iniciados de su nombre. Uno de esos pequeños cafés bonaerenses que se van perdiendo ─como se pierden los de París o los de Madrid, por suerte los de Lisboa y Roma siguen aguantando las embestidas─, que van cayendo bajo la voraz mandíbula de la piqueta del capitalismo, que todo lo destroza, que se va llevando pedacitos de tu barrio, de tu gente y de tu vida. Por eso, cuando el Café París de la calle Santiago del Estero abra sus puertas en los próximos días, con su cartel escrito a mano, cuando su dueño con nombre propio y sin uniforme llamativo encienda su cafetera, caliente sus primeros tostados o pinche su primer barril de cerveza, me pasaré a saludar, a tomar un café, o lo que toque, en la casa de mi nuevo vecino. Casi dándole las gracias por ser un soñador, una persona que a su manera lucha porque las viejas tradiciones del barrio no se pierdan.

domingo, 19 de julio de 2015

LOS BUQUINISTAS DE CABALLITO



           Como tantas otras personas, yo también tengo en cada ciudad mis librerías favoritas, mis libreros de confianza, tanto de libros nuevos como de antiguo. Suelo evitar todo lo que puedo las grandes superficies, frías, llenas de computadoras, de personas que manosean volúmenes mirando sin ver, y que al final se deciden por el que más colores tienen en la portada, o por el que más arriba se encuentra en la estantería de novedades o más vendidos. Con dependientes que saben más bien poco de con quien se juegan los cuartos ─hay gloriosas excepciones por supuesto, pero son las mínimas, y por eso no me arriesgo─. Algún día les contaré, lo que me ocurrió con la encargada de la sección de libros de un Corte Inglés y Tolstói ─lo cual hizo que si ya frecuentaba poco esos almacenes, dejara de hacerlo por y para siempre─.

            El caso es que cuando estoy en España suelo ir a librerías de confianza, llevadas por libreros y libreras que aman su trabajo, como si éste no le respondiera a ese cariño con sinsabores y sufrimiento. A los que les pides un volumen por extraños que sea, y tras unos segundos pensativos ─sin búsqueda digital de por medio─, se dirigen hacía una esquina del local y sacan con cuidado de la estantería el volumen reclamado. Otros son capaces de hacerse con cualquier libro que les solicites, por extraño que sea, o descatalogado que esté. Esos tipos nos hacen la vida mucho más sencilla a los que nos dedicamos a la historia, a los que a veces nuestras investigaciones nos llevan a necesitar algunas obras un tanto bizarras. 

            Cuando estoy en el extranjero también frecuento y visito estos negocios, a veces acabo saliendo del lugar con una bolsa llena de libros, sobre los que me abalanzo nada más sentarme en un café cercano, o en la habitación del hotel. En otros casos debo de andar con cuidado, y no comprar todo lo que me gustaría, pues después de un largo periodo de tiempo en ese país exterior, sería realmente complicado llevarlos todos a tu lugar de origen. Algo así me está ocurriendo durante mi estancia en Argentina. Buenos Aires es la ciudad del mundo con más librerías por metro cuadrado ─al menos eso leí no hace mucho en un artículo de prensa─, y una ingente parte de ellas lo son de segunda mano. Ofrecen muchos interesantes títulos, tanto históricos, como literarios a precios realmente ajustados. 


            Me encanta pasear por la avenida Corrientes entrando y saliendo de ellas, observado los títulos grabados en letras doradas, sobre las encuadernaciones en rustica de libros editados hace más de un siglo, y que tratan sobre temas tan dispares como la psicología indígena, las últimas obsesiones de Napoleón o  la arquitectura criolla de las regiones interiores. Pero si hay un lugar en Buenos Aires que ofrece librerías de viejo y tranquilidad, ese es el parque Rivadavia, en el barrio de Caballito. El lugar es uno de mis favoritos en Buenos Aires, a un lateral del parque se levantan decenas de quioscos de buquinistas, casi al estilo de los que se adosan a la rivera del Sena en París, con la salvedad de que por aquí no circulan coches. Tal vez por ello, junto a los quioscos metálicos pintados en verde juegan los niños a la pelota, mientras los habitantes de la zona charlan y toman mate, o juegan tranquilamente al ajedrez sobre las mesas colocadas allí por la legislatura de la ciudad. La escena vista desde lejos, da un ambiente único a esa zona de la avenida Rivadavia.

            Es un lujo ojear libros y revistas con historia mientras de fondo escuchas las sanas risotadas de los niños que corren tras una pelota, las conversaciones de los vecinos hablando de las últimas noticias, o comentando las jugadas de la última partida de ajedrez.