Pasear una tarde de
domingo por el centro de Buenos Aires es lo más parecido a hacerlo por una ciudad
fantasma. Solo encuentras alboroto en los
puntos de encuentro del turismo dominguero, como son el corazón de San Telmo o
el mercado de la Recoleta, frente al cementerio de plaza Francia. Lo mismo
ocurre con la zona donde los bonaerenses intentan buscar un lugar de esparcimiento
para la jornada dominical, cerca del bosque de Palermo o en la Costanera Sur,
donde se levanta la feria más popular de la ciudad, entre los edificios más
caros y lujosos de Puerto Madero. El último día de la semana se entremezclan
allí las estrategias y tejemanejes oscuros de las altas capas de la ciudad, con
los quioscos ambulantes de asado y vísceras. Mientras peces gordos de la política
y la economía buscan desde los rascacielos mejorar la economía y el bienestar
social, sobre todo los suyos, en la parte baja, los niños corren por los
jardines que recorren las inmediaciones de la monumental fuente de las Nereidas,
mientras sus padres toman mate y comen chinchulines a la sombra de los primeros
árboles del parque natural.
Pero en el micro centro es diferente, la ciudad parece
que se ha recogido, dejando las avenidas libres de personas y de coches, libre
de ruido. Salgo a Corrientes doblando la esquina de Callao, y bajo por la acera
de la derecha en dirección al Obelisco. Las tiendas permanecen prácticamente cerradas,
a excepción de los quioscos y las heladerías, el Freddo de la esquina con Paraná
está totalmente vacío, y los camareros del Banchero o de Las Cuartetas se
encuentran de brazos cruzados, charlando tras la barra. Los teatros del
Broadway porteño aún no han abierto sus puertas y parecen edificios muertos,
sin luces ni corazón. Las librerías de segunda mano que abarrotan la avenida, y
que entretienen a muchos paseantes, hoy tienen las puertas metálicas bajadas,
mostrando las pintadas realizadas por manos nocturnas, que usan los espráis de
colores para atacar a unos o defender a otros con su prosa más o menos acertada
y correcta.
Siempre me ha sorprendido como cambia los alrededores del
obelisco de un domingo a un lunes, o de un sábado a un domingo. Lo que hoy es
un balsa de aceite, donde la gente charla animadamente en los bancos de la
plaza y algunas otras montan puestos de productos manuales, entre semana es una
zona caótica donde no se puede ni pensar entre ruido de cláxones, frenazos y gritos
de las decenas de manifestaciones que se dan cita bajo el símbolo patrio de la
ciudad. Voces que se entrecortan entre el chirriar de la ciudad, que se apagan
entre los ronquidos de los viejos motores de colectivos de otra época que se
siguen moviendo por las avenidas bonaerenses, como si quisieran recordarnos
algo, como si quisieran hacernos ver que a veces es necesario contar con elementos
antiguos, para poder evolucionar socialmente sin que se quiebre el camino entre
lo viejo y lo nuevo, el hilo conductor necesario para salir triunfante.
Al final crucé 9 de Julio sin apenas tener que esperar
para que los semáforos abrieran el mar de coches, otra cosa que solo ocurre los
domingos, y cansado de ese silencio inquietante, una falsa tranquilidad que
emana desde el centro de una ciudad de casi tres millones de habitantes me
interné por Suipacha. Casi me detuve en la esquina, buscando tomar un café en
La Ideal, mientras veía a amantes del tango de todas las edades dar rienda
suelta a su sentimiento porteño en el salón central de la majestuosa confitería.
Al llegar a su altura note que la puerta está cerrada, una celebración privada
así lo obliga. Vuelta al desasosiego del silencio, nada de café ni de tango en
La Ideal, hay domingos que es mejor quedarse en casa.
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