Vi
una vieja foto suya al poco de llegar a Buenos Aires, era una de esas color
sepia con un borde fino en blanco, ajada por el paso de los años y doblada en
la esquina derecha superior. La encontré en una de las sobrecargadas cajas de
imágenes, fotos y postales que se encontraba en la estantería del fondo, en una
de las numerosas tiendas de anticuarios que hay en el barrio de San Telmo,
abierta entre una parrilla y el viejo mercado del barrio. Me llamó mucho la
atención su estructura, su fisonomía como de otro tiempo, como de otro lugar
muy alejado. Al primer vistazo me pareció uno de esos museos marítimos con
restaurante temático, esos típicos lugares de la región de Nueva Inglaterra,
donde puedes comer mejillones en salsa de cebolla y pan de centeno mientras
observas un lago en Vermont, o el amplio océano atlántico desde New Hampshire.
Pregunté que era ese edificio al
hombre que se sentaba tras el pequeño velador que hacía las veces de mostrador,
el dejó a un lado el mate que estaba cebado con parsimonia y agarró la vieja
foto. Tardó una milésima de segundo en contestar; es el Club de Pescadores de la ciudad, che. Tras ello tomó un papel
que tenía sobre unos libros y apuntó una dirección, después me pasó el papel apremiándome
a visitarlo. Es un lugar muy curioso añadió. Salí de la tienda con la dirección
entre papelada en las hojas de un libro de historia argentina que había
comprado esa mañana, y entré en la parrilla colindante.
Pasó el
tiempo, y no volví a acordarme de la antigua foto en sepia hasta mucho después.
Una tarde, revisaba el viejo libro para contrastar datos sobre un artículo de
historia argentina que preparaba para una revista gaditana, y al abrirlo saltó
sobre mí un pequeño papel. Cuando lo recogí del suelo vi la dirección escrita
en él y recordé el viejo caserón. Aparte el papel sobre la mesa y terminé el
trabajo, al día siguiente mientras tomaba el café de la mañana busqué la
dirección en el mapa con el que me hice nada más llegar en una librería de La
Plata, después de dar con el lugar me lancé a la calle. Tomé un colectivo en 9
de Julio y descendí en el parque 3 de Febrero, junto al planetario Galileo
Galilei en pleno barrio de Palermo.
Comencé
a caminar por la avenida Sarmiento, dejando el parque con el planetario a la
derecha, avanzando sobre la vereda que se topaba con la línea de tren general
San Martín y la autopista Illia. Tras cruzar dos túneles y una viaducto me
planté al otro lado de calle, justo donde se abre la puerta del aeroparque
Jorge Newbery. Tuve que bordear la pista de despegue del pequeño aeropuerto por
un camino a veces asfaltado, otras veces con losetas rotas o movidas, y en
otros casos en tierra con enormes altibajos y soportando el sol aún potente del
otoño austral. Mientras recorría el camino que me separa de la Costanera Norte,
al menos cinco aviones de las Aerolíneas Argentinas pasaron sobre mi cabeza.
Tras más de una hora de caminata, y después de cruzar
una nueva carretera de doble sentido por donde pasaban a toda velocidad enormes
camiones cargados con contendores que descargan del cercano puerto, conseguí
situarme junto a la puerta de la vieja casona. La caminata valió la pena, la
imagen en blanco y negro se representaba ante mí a todo color, con un cielo
claro al fondo y la luz única que muestra el terroso y semisalado Río de la
Plata. Me acerqué a la garita de entrada, allí un hombre mayor vestido con chaleco de pescador y una gorra
con la bandera argentina a un lado, y la silueta de las Islas Malvinas en el
centro me atendió calurosamente ─supongo que era el primer visitante del día─.
El hombre además de dar información vendía todo tipo de complementos para
pesca; anzuelos, carretes, sedales de diferentes grosores, cebos de silicona,
plomos, pequeñas boyas de vivos colores…
Al entrar vi un hall lleno de fotos de pescadores
situados en ese mismo lugar, muchos de ellos sujetan ejemplares de gran tamaño,
otros trofeos, incluso había como en casi todos los sitios clásicos de la
ciudad, una foto de Carlos Gardel visitando el establecimiento. La casona en su
interior recuerda a las grandes viviendas coloniales que los españoles que
hicieron las américas al final del siglo XIX, se construyeron a su vuelta sobre la costa cantábrica; todo
construido en madera, perfectamente mantenida, de altos techos que hacían que
el lugar estuviera fresco ─casi frío─, a pesar del bochorno del exterior.
Saqué un ticket de diez pesos para visitar el acuario
interior, un lugar que me resultó bastante agobiante, la sala era de un tamaño
muy pequeño, en ella se situaban decenas de acuarios ocupados por todas las
especies que viven en el río sobre el que está construido el caserón. Algunos
de los ejemplares eran tan grandes que apenas podían moverse dentro de su
cárcel de metacrilato. La sala daba una sensación bastante tétrica, totalmente
a oscuras y tan solo iluminada por la luz acuosa de las lámparas verdes y azules
que salían del interior de las peceras. La frescura que sentí a la entrada, se
había convertido en un calor húmedo que apenas me permitía respirar con
tranquilidad. Recorrí rápidamente la sala hasta volver al hall, cuando conseguí
volver a respirar con profundidad me acerqué a la parte trasera del edificio,
allí encontré un pequeño café con sillas de mimbre sobre el muelle ─únicamente
para los socios me advirtió un circunspecto vigilante─. El muelle estrecho y largo
donde se practicaba la pesca se internaba durante centenares de metros en el río,
todo construida en madera, de nuevo al más puro estilo de las ferias marineras
de algún condado de la región noreste de los Estados Unidos. A esas horas
apenas había un par de personas tomando el sol sobre los listones de madera,
por lo que cogiendo fuerzas, volví a arrastrar mis pies por el calor bonaerense
y me dirigí de vuelta a la ciudad, buscando la sombra de los frondosos árboles
del parque 3 de Febrero.
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