Salgo por la boca del
subte sobre la avenida Juramento, en la parte alta del barrio de Belgrano, al
oeste de la ciudad. Nunca había estado por la zona ─a pesar de todo el tiempo
transcurrido desde que llegué a Buenos Aires─, y el pasado domingo aunque el
día amaneció nublado, plomizo a ratos y con amenaza de lluvia me lancé a la
calle, dirigiéndome a la punta contraía de donde suelo pasar los domingos.
Las entradas del metro de la avenida de Mayo estaban
cerradas a cal y canto, la prensa no había anunciado paros gremiales para el
día, y la pantalla de la entrada aseguraba que todas las líneas de metro
funcionaban ese día a la perfección. Decidí seguir andando y tomar el subte de
la línea c en Diagonal Norte, bajo el Obelisco de 9 de Julio. Allí me encontré
otro tanto de lo mismo. No perdí la paciencia, decidí aprovechar que el sol
asomaba un tanto sobre los nubarrones, y me acerqué paseando entre las terrazas
y los vendedores ambulantes hacia el Tribunal Supremo de la Argentina, allí
sobre Talcahuano la entrada al subterráneo bonaerense si me franqueaba el paso.
Tras una larga espera ─y mientras las pantallitas seguían informando que todo
funcionaba con normalidad─, me subí al trasporte y media hora después y tras
disfrutar del espectáculo realmente entretenido de un tipo tocando un trombón
de varas, me encontré en la poblada intersección que forman la avenida del Cabildo
con la calle Juramento. Ciertamente me llamó la atención el ambiente comercial
y la abundancia de gente entre tiendas y cafeterías de la zona del Cabildo ─mercado
central incluido─, pero decidí dejarlo para más adelante, o para otro día, y me
encaminé por Juramente, cuesta abajo.
Al poco, apenas a unos metros después, me topé con
el Museo de Arte Español de Enrique Larrea, un edifico bajo, elegante, porticado,
de otra época. Un palacete similar al que se levanta casi en perpendicular,
otro museo, éste histórico y dedicado al ex presidente Sarmiento, ambos
abiertos y bastante frecuentados por turistas y porteños. Incluso en el del ex
primer mandatario del país un pequeño grupo pintaba al aire libre en la pequeña
plaza interior, una nimia explanada que se abre entre la calle y la entrada.
Entre los dos museos existe una plaza no muy grande, tamaño medio, lo suficiente para dar un poco de respiro entre edificios y coches. Lo primero que llamó mi atención fue una construcción neoclásica, un edificio circular con cúpula que resalta sobre un frontón sujeto por seis columnas corintias de gran tamaño. Al acercarme vi que era la iglesia ─lo sospechaba─, de la Inmaculada Concepción. El edificio recuerda en un primer vistazo al Pantheón de París en pequeño, el lugar donde reposan los restos de algunos de los personajes ilustres del país galo. Dándole un poco más de vueltas, quizás acercándose más al límite de lo real y lo permitido la construcción puede evocar al Panteón de Agripa de Roma, el padre de todos estos edificios circulares y con frontón clásico que nos vamos encontrando a lo largo de numerosos países y continentes
El parque central es tranquilo, está bien cuidado,
con las flores recién plantadas y los setos en perfecto orden de poda y forma.
Entre semana se puede caminar mejor por él, pues no solo hay menos gente
paseando por la calle, sino que tampoco se levantan los coloridos puestos de
artesanía popular y local: vidrio, plata, cuero, juguetes de madera… que se
alzan de forma inconstante sobre el suelo adoquinado del parque. Sus dueños
charlan, toman mate y comparten galletitas saladas Don Satur entre ellos, mientras que los potenciales clientes van y
vienen, preguntando precios y cualidades. Desde su tribuna privilegiada en
mármol rojo, Manuel Belgrano, el héroe de la Independencia rioplatense y padre
de la bandera Argentina lo ve todo, lo mira todo y se siente arropado por sus
paisanos y por muchos otros ─como yo─, pertenecientes al país que hace dos
siglos él ayudó a echar de estas tierras.
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