A veces vivir en una gran
ciudad, con numerosas luces, brillantes anuncios y coloridos carteles
publicitarios nos evade de la contemplación, o del atisbo de elementos que
siempre están ahí, componentes del mundo que nos acompaña a diario sin que
nosotros nos inmutemos por su presencia, aunque a veces la polución y la
contaminación lumínica nos los hurte por un tiempo indeterminado.
Hacía tiempo que no veía la luna y el astro que brilla
con gran intensidad bajo ella ─me comentan que seguramente pueda ser Venus, la
astronomía no es mi fuerte─, en ocasiones porque paseo mirando a las personas,
las veredas, los edificios y los negocios abiertos ante mí, como si no existiera
nada más allá del fin de lo creado por el género humano, otras porque las
múltiples contaminaciones que nacen y se reproducen sobre una ciudad tan
descomunal como es Buenos Aires las ocultan.
Pero anoche mientras volvía a casa cruzando el centro
de la ciudad, justo en la intersección de la Diagonal Norte, con Corrientes y 9
de Julio, volví a verlas, tal vez volví a mirar al cielo, tal vez la tranquila
situación que vive el domingo el centro de la ciudad invitaba a dejar el suelo,
apartar las múltiples publicidades a un lado y levantar la vista sobre la
bóveda celeste ─o negro azabache de la noche─, y ver sobre la punta del
Obelisco la media sonrisa marmolea de la luna, acompañada del fulgente
resplandor de la estrella más brillante de la noche.
Supongo que hay veces que por muy importante que sea la
ciudad en la que vives, por muy famosa que sea la avenida por la que caminas
o el barrio en el que habitas, es
necesario evadirse del ruidoso desorden creado por el ser humano y por su
locura, para fijarse en el caos perfecto y ordenado del universo, el cual nos
observa y mantiene, aunque nosotros en ocasiones valoremos más los anuncios de
un refresco de cola, o de un coche alemán que se reflejan sobre el Obelisco y
los edificios de la avenida Corrientes.
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