Cuatro filas de mesas ─tres de ellas llegan hasta el
final del café, la otra se frena en la barra─ te reciben al cruzar la puerta de
doble hoja realizada en madera y cristal que se abre justo al pasar la carta de
especialidades del día. Trazos escritos a mano, en tiza, sobre una pizarra decorada
con un típico fileteado porteño. En el centro, protagonista, el nombre del
café: La Academia.
El café La Academia abrió sus puertas en 1930, unos
meses antes del fatídico golpe de Estado que terminaría con el gobierno de
Yrigoyen. Desde aquel alejado día en el tiempo nunca más cerró sus puertas, es
uno de los pocos cafés ─antes eran muchos más─, que aún da servicio durante
veinticuatro horas al día. Haga frio, calor o llueva. Dando lo mismo si en la
calle se lleven a cabo manifestaciones, disturbios o celebraciones. En 1965 se
hizo con la dirección del que hoy es bar notable de la ciudad de Buenos Aires
un tipo llamado Luis, inmigrante español. Hoy llevan las riendas del negocio su
hijo y su nieto.
Las mesas del interior son cuadradas, policromadas
en rojo, dejando en todas un borde, una línea en color madera. Rozadas y rayadas,
un tanto machacadas por el uso y el paso del tiempo. No es para menos, en ellas
se juntaban ya en los años treinta del siglo pasado intelectuales y estudiantes,
provenientes de las facultades y colegios cercanos, lo que le valió el nombre
que hoy le caracteriza. Las sillas son también de madera ─más clara─, y se
mueven sobre un suelo enlosado en tiras verticales blancas y negras.
Pido un café a la
única camarera que se mueve rápidamente por la sala, vestida de rojo y negro. De
pronto se escucha un sonido hueco y seco, viene desde el fondo, es el resultado
del golpeo fuerte y acertado de una bola blanca contra el triángulo macizo de
bolas de colores rayados y completos. Todos los artefactos necesarios que
forman una partida de billar. Un ruido
que se sobrepone a cada rato al murmullo constante de las numerosas
conversaciones que habitan a esa hora en el local.
La barra se encuentra situada al lado izquierdo del
negocio, presenta forma de u achatada en los bordes, al final de ella asoma una
vieja cafetera revestida de cobre. El mostrador, clásico, está realizado en
madera de color suave ─similar al de las sillas─. A su vera aparecen de nuevo
los grandes desterrados de la ciudad bonaerense: los taburetes. En este caso
formados por cuatro patas en madera, con el apoya posaderas cuadrado y tapizado
en una gruesa tela similar a la pana, de color azul grisaceo, con estampados clásicos
que en algún momento debieron ser dorados y brillantes. Pero que hoy, como le
ocurre un poco a la ciudad, han perdido lustre y esplendor del uso, y tal vez
del mantenimiento aplazado para mejores ocasiones. La parte interior de la
barra aparece tomada por las baldas típicas de café de otro siglo, colocando
detrás del lugar reservado para las botellas de alcohol y licores grandes
espejos que reflejan la nuca del camarero, y las caras de los exiguos bebedores
de barra y taburete.
La decoración de la sala no hace mucho que ha
sufrido un remozado profundo. Una renovación que le ha sentado muy bien. Le ha
rejuvenecido la cara al mismo tiempo que lo ha devuelto a sus principios como
local histórico porteño. Las paredes aparecen revestidas de madera hasta un
poco más de la mitad de su altura, de ahí hacía el techo, una pintura verde
césped proporciona un marcado colorido. Del falso techo en blanco cuelgan
varios ventiladores negros de cuatro palas apagados en este momento. El
invierno ya asoma a la vuelta de la esquina, el viento frío hace que casi nos
hayamos olvidado del caluroso verano austral. Entre los ventiladores se
intercalan pequeñas lámparas de arañas clásicas, simples, de cinco tulipas que
ofrecen una luz almibarada a la estancia. Sobre la mesa en la que suelo
sentarme y a modo guiño a la fama del local, han colocado una caja de viejos
tacos de billar, una caja abierta con dos puntos de anclajes que sujetan el
instrumento billarístico. El primero en su contera, el otro mucho más arriba,
casi donde el taco se mancha con la tiza azul que los jugadores untan antes de
golpear las bolas macizas de marfil ─hoy seguramente de polímeros plásticos─.
Las columnas que se colocan en mitad de la sala
están pintadas en verde en su parte alta, aunque a mitad de camino hacía el
piso se convierte en pilar ─al menos el armazón lo hace─, cubierto de madera y
espejos, similares a los que decoran cada ciertos metros la sala. Entre estos
espejos hay réplicas de antiguos farolillos, como los que iluminaban las
puertas de los pretéritos locales de tango en las callejuelas cercanas a
Riachuelo, y fotos o dibujos de bailarines y músicos del bello estilo porteño.
No es de extrañar, pues clientes habituales del local eran Aníbal Troilo,
Enrique Santos Discépolo o Roberto Goyeneche.
Pero si el café es reconocido por algo, además de por
las charlas entre cartas, cafés y medias lunas, es por su sala de billar. La
segunda parte del local cambia por completo, muestra otra cara más bacán, mucho
más canchera. Dividida así mismo en dos partes, el decorado de la primera la
forman pinturas murales que reflejan las típicas postales bonaerenses,
acompañadas de un par de mesas de billar, unos sofás con mesas bajas, y alguna
mesa recogida y apartada para las partidas de cartas de los clientes
habituales.
La segunda parte de la sala posterior es amplísima,
casi tanto como el café y la primera parte de la sala de billares y sofás
juntas. La decoración es simple, las paredes pintadas totalmente en banco dan
amplitud al lugar. En los laterales aparecen asientos corridos de obra
embaldosados en gris, al igual que todo el suelo del espacioso y extenso lugar.
La sala la componen doce mesas de billar y otras doce de pool que hoy apenas
tienen jugadores, en comparación con los que disfrutaron de sus tapetes
aterciopelados durante las tardes y noches del siglo pasado, pero que son la
esencia y alma de ese lugar. Algo que muy pocos locales saben guardar y
respetar durante tantos años.
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