El domingo amaneció tormentoso. A pesar de abrir de
par en par las ventanas metálicas exteriores no entraba ni pizca de luz al
interior, haciendo necesario el uso de iluminación eléctrica para hacer vida
normal. En el exterior llovía a mares, tanto que era casi imposible ver los
edificios del final de la calle, en la esquina de la avenida Belgrano. Observé
caer el agua torrencialmente de pie, apoyando el hombro sobre el marco de la
puerta de la terraza de la habitación mientras bebía a cortos sorbos el café
cortado recién hecho en la vieja cocina de gas. No pasaba nadie por la calle,
ni siquiera circulaban coches, tan solo cada cierto tiempo pasaba el colectivo
39 con dirección a Barracas. Los negocios de la calle permanecían totalmente
cerrados, incluso el restaurante árabe de en frente, tenía a esas horas de la mañana
la persiana de celosía bajada.
Pasaron varias horas, y después de
comer el tiempo comenzó a mejorar, al menos dejó de llover, aunque a cada poco
se oía algún trueno que retumbaba en la ciudad aparentemente vacía a esas
horas. Tras agarrar mi gabardina y una bufanda fina me lancé a la calle, el
viento no era frío a pesar de lo desapacible del día, todo lo contrario, era
fresco y agradable, invitaba a no cerrarse la gabardina y disfrutar del paseo
sin agobios.
Como suelo hacer los domingos me dirigí hacía San
Telmo, el único barrio no deshabitado en días de fiesta. No me crucé a nadie
hasta casi llegar a la Manzana de las Luces ─frente a la legislatura de la
ciudad─, ni siquiera al cruzar la normalmente atiborrada 9 de Julio. Paseé un
rato por Defensa, donde deberían estar los puestos de recuerdos y antigüedades
que tan famoso han hecho entre turistas y naturales, pero apenas una veintena
de puestos se desplegaban a lo largo de ese tramo. Los turistas habían decidido
quedarse en sus hoteles, o visitar lugares a salvo de la lluvia. Los vendedores
lo notaban, cuando llegué a la plaza Dorrego escuché a varios habituales de la
zona quejarse de que ese día no habían vendido nada.
Pronto me separé de la plaza y empecé a callejear por
las calles empedraras y animadas por cafés, pizzerías, parrillas y tiendas, las
cuales me recibieron en los primeros días tras mi llegada, cuando me lanzaba a
la calle para empaparme de argentinidad. Al girar desde Bolívar para tomar una
de las perpendiculares que bajan hacía el río y Puerto Madero, observe lo que se
avecinaba. Un enorme nubarrón negro, casi color tizón que sin duda traía agua
suficiente para inundar los barrios bajos de la ciudad. Comenzaba de nuevo a caer
una llovizna suave, resultaba grato su roce en la cara, a la vez que refrescaba
el ambiente, que a pesar de todo era caluroso. Algunos paseantes comenzaron a
abrir sus paraguas cuando los adoquines ya brillaban de humedad.
Apreté el paso hacía mi destino, intentando que si la nube
rompía y comenzaba a descargar, al menos pudiera ponerme a resguardo en algún
bar cercano y dejar pasar tranquilamente
la borrasca. Pero lo que parecía iba a ser un temporal de los que marcan
historia se quedó en nada, la nube negra pasó, y yo seguí con mi paseo, que
tras recorrer con tranquilidad Corrientes me llevó a casa. A mitad de camino
comenzó de nuevo a pintear, y yo sin saber por qué, recordé un agradable paseo
entre las empedradas calles de la parte vieja de Santiago de Compostela, y sin
darme cuenta comencé a tararear Chove en
Santiago, del grupo coruñés Luar Na Lubre.
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