Hace un par de días
estuve viendo por segunda vez la magnífica película El secreto de sus ojos dirigida por Juan José Campanella, y rodada
en parte en el centro de Buenos Aires. La recuerdo a menudo cuando paso por
delante del Tribunal Supremo, situado sobre Talcahuano. La historia que narra
es fantástica, dura, fría y ardiente al mismo tiempo, un thriller que te
mantiene en vilo hasta el último segundo, atrapándote tanto en la historia
principal que hace que en un primer momento se te pase múltiples detalles por encima.
Es de esas películas que gana con un segundo visionado ─como ocurre con la
segunda lectura de las buenas novelas─, cuando ya conoces el desenlace, y
disfrutas viendo los caminos y los recovecos por donde te ha llevado el
director, adivinando de antemano la brillante estratégica de la que hemos sido
víctima durante el primer acercamiento a la película.
Uno de esos detalles que no tienen ningún incidente
en la trama, pero que se me pasó por encima en un primer momento fue la escena
en la que Benjamín Espósito, un antiguo empleado del juzgado penal jubilado ─interpretado
magistralmente por Ricardo Darín─, charla con una jueza ─Soledad Villamil─ de
la Corte Suprema de Buenos Aires sobre un antiguo caso que Espósito se plantea novelar.
En un momento de esta escena aparece ante la cámara una vieja máquina de
escribir de grandes dimensiones que se encontraba guardada, acumulando polvo en
un armario del Tribunal. Tras trastear un rato con ella, Benjamín se da cuenta
que la letra A no funciona. Después uno de los dos comenta en tono de broma que
debe ser una máquina de la época del Petiso Orejudo.
Lo dejé así, sin
más, aunque me llamó la atención mucho el nombre pronunciado: Petiso Orejudo. Al
poco lo olvidé y seguí disfrutando de la película, pero en realidad no lo había
echado en el olvido, sino que lo había guardado en alguno de esos cajones que
todos tenemos desperdigados y a medio abrir ─o cerrar─ en nuestra cabeza. Me di
cuenta de ello el otro día, mientras rebuscaba entre las viejas revistas de
historia colocadas en cajas de cartón, al fondo de una de las decenas de
librerías de viejo que abren sus puertas en la avenida Corrientes.
Entre las publicaciones históricas asomó una de la
misma colección pero diferente contenido, la portada totalmente negra, tan solo
rebajada por una enorme huella dactilar en amarillo. Bajo ella el título: Historia del género policial en la Argentina.
Inmediatamente tiré cuidadosamente de ella hacía arriba, y colocándola sobre
sus hermanas la abrí y comencé a ojearla. Busqué una página al azar ─lo suelo
hacer siempre, nunca abro por la primera o última página una publicación que
ojeo en una librería o una biblioteca─, de pronto apareció ante mis ojos una
ficha dactiloscópica de principios del siglo XX. En ella aparecen marcadas diez
huellas dactilares, pequeñas, un tanto inciertas, sobre ellas una foto de
perfil y otra de frente con un número de ficha policial. Sobre la foto el
nombre del joven ─casi un niño─ delincuente: Cayetano Santo Godino, el Petiso Orejudo.
Santo Godino, el Petiso es calificado por la prensa de la
época como un monstruo, una fiera, un tipo que carece de las virtudes y la
racionalidad que separan a los hombres de las bestias. Su historia delictiva es
de novela negra, negrísima. A pesar de que después de él pasarían otros tipos
iguales o más sádicos que el Petiso
Orejudo, y que mancharían de sangre la historia argentina, es su historia
la que más se recuerda. Es considerado el primer asesino en serie del país, un
tipo desquiciado que atacaba siempre a niños menores de cuatro años, niños que
conocida y se movían por los barrios que el Petiso
frecuentaba: Almagro y Parque Patricios. Engañaba a los niños con caramelos
o historias simples, para llevarlos a terrenos baldíos o edificios en ruinas.
Una de estas construcciones fue la elegida para su última víctima, un niño de
tres años al que intento ahorcar con el piolín de algodón que usaba a modo de
cinturón. Al no conseguirlo lo dejó atado de pies y manos y salió en búsqueda de
algo con que rematarlo. En ese momento se encontró con el padre del niño que lo
buscaba, confirmando fríamente no haberlo visto, y recomendando al hombre que
fuera a la comisaria a denunciar la desaparición. Poco después volvió con un
clavo junto al joven moribundo, y ayudado de un guijarro atravesó la cabeza del
niño. Tras eso iría al velorio del chico ─para saber si seguía con el clavo en
la cabeza, confesaría después─. En ese momento la policía ató cabos, y esa
misma noche detuvieron al Petiso Orejudo.
Encontraron en el bolsillo de su pantalón recortes de sus asesinatos
publicados por la prensa. Tenía dieciséis años.
Tras ser detenido solo confesó este crimen, pero
después de largos y supongo poco ortodoxos interrogatorios acabó confesando
otros tres. Entre ellos uno similar que la policía tuvo que cerrar en falso
años atrás, y otros dos de los que él mismo se auto inculpó sin que la policía
tuviera noticias. Aunque después de investigar los datos que les dio el Petiso Orejudo, dieron con las denuncias
y en algún caso con los cuerpos. También se le acusó de ser el autor de varios
incendios en la ciudad de Buenos Aires, como el de una bodega de la avenida
Corrientes, donde después de beber y empujado por sus frecuentes dolores de
cabeza la hizo arder. Durante los interrogatorios reconoció que el fuego era
una de sus pasiones. Declaró: Me encanta
ver trabajar a los bomberos…Es lindo ver cómo caen en el fuego.
Fue internado en un hospicio de forma indefinida,
pero pronto comenzó a agredir e intentar asesinar a otros pacientes allí
recluidos. Por ello primero se le traslado a la Penitenciaria Nacional de las
Heras, y después al penal de Ushuaia, conocida como la cárcel del fin del
mundo. En ese penal los médicos siguiendo la nueva teoría sobre los
delincuentes del italiano Lombroso. Ésta, decía que las causas de la
criminalidad van de acuerdo con algunas formas, causas físicas o biológicas,
del tipo que lleva a cabo los delitos. Al ver el tamaño de las orejas del Petiso, los médicos no tuvieron duda, y llevaron
a cabo con él varias pruebas científicas basadas en estos estudios. Entre otras,
le practicaron una operación para reducirle el tamaño de sus orejas, viendo si
así cambiaba su actitud. Evidentemente no consiguieron nada, y unos días
después el Petiso Orejudo asesinó a
la mascota de la cárcel: un gato. Este acto, simple para una mente despiadada
como la del Petiso, hizo que cayera
sobre él toda la ira y la fuerza de los demás reclusos, que le infligieron una
larga y fuerte paliza.
Hasta el final de su vida es de novela negra, con
tintes de terror. No se sabe con certeza como murió, unos creen que fue
resultado de un proceso ulceroso gastroduodenal ─había sido violado
repetidamente por sus compañeros de prisión─. Aunque los hay que afirman que
murió a manos de los demás prisioneros, después de la paliza recibida tras matar
la mascota de la prisión. Lo cierto es que murió en el año 1944, tenía cuarenta
y nueve años. Cuando tres años después de su muerte el penal de Ushuaia fue
cerrado, y desmantelado, se removió el cementerio del mismo para llevarse de
allí a todos los finados. Al abrir la tumba donde fue sepultado el Petiso Orejudo, se dieron cuenta de que
los huesos del primer asesino en serie de Argentina ya no estaban allí.
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