He de reconocer que la primera vez que mi director
de estancia de posgrado me llevó en coche al campus, donde se levanta la nueva
facultad de Humanidades de la ciudad de La Plata, resoplé. La facultad es
posiblemente la mejor de Argentina, al menos así los aseguran los propios
argentinos y por supuesto los platenses. El campus es nuevo y amplio, compuesto
de edificios paralelepípedos pintados en blanco. Además, está situado en mitad
de un bosque y en pleno contacto con la naturaleza.
Quitando eso, el primer contacto me dejó bastante
disconforme. Lo primero al darme cuenta de lo lejos que estaba del centro de la
ciudad, del antiguo edificio de la Universidad Nacional de La Plata ─hoy
rectorado─, y de la vieja facultad de Humanidades, que se levantaba en el
centro de la ciudad, rodeado de coches, cafés y tiendas de menaje del hogar ─hay
decenas de ellas─. La segunda vez que torcí la mueca, fue cuando me contaron, ese
mismo día, la vieja historia de los terrenos donde se levantaba el nuevo
campus. Creo que ya lo he contado alguna vez, esos terrenos eran hasta hace
unos años propiedad del ejército argentino, se levantaban allí cuarteles y
asentamientos que durante la última dictadura militar se convirtieron en
centros de detención, tortura, asesinato y desaparición de ciudadanos.
Que el vello se me erice cada vez que cruzo la
puerta que da acceso al campus, viniéndome a la cabeza esas escenas que tantas veces
hemos visto ─al menos yo─, sobre la represión de los milicos en Argentina en la
década de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, no tiene
solución, no puedo evitarlo. Tal vez sea respeto, terror o sugestión, no lo sé,
el caso es que me sigue ocurriendo. Más si cabe, cuando veo justo en la puerta
del edificio donde realizo mi actividad la lápida donde están inscritos los
nombres de todos los muertos y desaparecidos dentro de ese edificio ─profesores,
trabajadores y estudiantes─, que acudían a diario a la facultad de Humanidades
de La Plata ─a la vieja, la del centro, la que se decidió abandonar por los
malos recuerdos y los fantasmas que perseguían a sus usuarios cuando se
reinstauró la democracia─.
En cuanto al tema de lo lejos que me pareció la
situación geográfica del campus el primer día, he de decir que la sensación de
desamparado ha ido desapareciendo. Tal vez por la fuerza de la costumbre, o tal
vez por el descubrimiento en los primeros días del tren universitario. Un tren
realmente curioso, que tiene su punto de salida en la bonita, pero decrepita,
estación central de ferrocarril de La Plata, ésa donde llega renqueante el
destartalado tren general Roca, que une la estación de la capital de la
provincia de Buenos Aires con plaza Constitución, en el este de la capital
federal de Argentina; Buenos Aires.
El tren universitario tiene pocas paradas y no muchos más servicios. Saliendo por una vía transversal escapa de la estación por el lado de las taquillas, justo en el extremo contrario por el que entran los trenes de cercanías y media distancia. Poco después, en cuestión de segundos se introduce en la zona conocida como El Bosque, siendo al principio sus estrechas vías rodeadas por chabolas creadas a bases de ladrillos rotos, chapas de metal y telas, por chacras urbanas de pequeñas dimensiones y por edificios abandonados, que en su día formaron parte de uno de los corredores de negocios más importantes de la vieja ciudad. Un poco más allá, ya cerca de la universidad de arquitectura, las añejas construcciones son sustituidas por patios de colegio, atiborrados de niños y niñas que a esas primeras horas de la mañana ─siempre antes de las ocho y media─, se esfuerzan por asistir con correcta actitud a las clases de educación física. Justo al otro lado, girando la cabeza y mirando al lado contrario de la sucia y rayada cristalera, un tipo montado en un caballo marrón va al trote por la pista central del ínfimo hipódromo de la ciudad. El tren universitario hace su primera parada, la siguiente es la mía, me pongo en pie y me acerco a la parte delantera, allí un tipo de la empresa apunta el número de pasajeros que se bajan en cada parada y la hora a que lo hacen. Al avanzar por el pasillo del vagón me fijo en las imágenes que lo decoran, todas ellas pertenecientes a grandes obras de la historia del arte. El tren se detiene y yo me bajo en el pequeño anden, me despido del tipo que sigue apuntando viajeros y echo una última ojeada a la réplica del autorretrato de Van Gogh, una reproducción tan buena que se atisban en ella los gruesos trazos, casi esquizofrénicos, dados por al artista holandés.
El tren arranca mientras yo avanzo en paralelo a él
por la hierba y el barro semiseco que separa la vía de la carretera. Me detengo
en el paso a nivel, pasa lento el vagón único del tren y se interna en una zona
arbolada con dirección a su siguiente parada, cerca del magnífico museo de
ciencias naturales. Lo veo perderse entre la maleza y las ramas mientras vuelvo
a emprender la marcha, entro en el recinto de la facultad. De nuevo la piel de
gallina y las imágenes en blanco y negro.
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