Siendo nacido y criado en la meseta castellana, en una
provincia de interior proclive a las nieblas, a los inviernos crudos y los
veranos secos, no es que me sorprenda mucho levantarme un día, asomarme a la
ventana de casa y no ver el edificio de en frente. Cierto es que después de mis
últimos años en Cádiz estoy más acostumbrado a la bruma oceánica que a la
niebla del interior. Por otro lado ya me acostumbré a la humedad del ambiente ─a
la fuerza ahorcan─, que tanto en verano como en invierno se apodera de tu
cuerpo, llenándolo de traspiración, dejándote helado de pies a cabeza al mínimo
golpe de viento y con las posibilidades de agarrar un gripazo de órdago.
En Buenos Aires siento una mezcla de los dos
climas, de los dos ambientes. La humedad me recibió desde el primer día de
enero, mientras arrasaba la ciudad un duro verano austral, y la humedad junto a
las altas temperaturas convertía mi cuerpo en un polo al sol, derritiéndome y
empapando de sudor toda la ropa en solo unos segundos. El año ha ido avanzando
y prácticamente estamos en el invierno porteño, a mediados casi de junio las
temperaturas han bajado sustancialmente. Tampoco son frías, pues no bajan de
los doce grados en ningún momento del día, pero se agradece salir a la calle en
manga larga, o con una chaqueta que corte un poco el viento.
La humedad sigue perenne, da igual la temperatura,
ella se coloca entre tu piel y tu ropa, empapando ambas, helando tus huesos
cuando un poco de viento te sorprende en una esquina, o cuando enfilas alguna
de las calles que dejan subir la brisa desde el río de La Plata, o desde las
antiguas dársenas de Puerto Madero.
Hoy además de la brisa fría mezclada con la humedad
otoñal porteña, se presentó la niebla, alta pero espesa. Una boira que dejaba
caer finas gotas de agua empapándolo todo a su paso, y que ocultaba los
edificios altos de la ciudad. Casi no permitía observar la torre de los
Ingleses, cortando hacía la mitad la altura del edifico Kavanagh, sin dejar
atisbar más allá de la mitad del parque, como si la plaza San Martín o la calle
Florida no existieran. Algo similar ocurría en Puerto Madero, donde se acumulan
los principales rascacielos de la ciudad, ese día parecía que habíamos vuelto a
principios de siglo, cuando la zona solo era habitada por construcciones bajas,
donde se trabajaba con las manos y lo que dominaba le ambiente era en ruido de
las grúas y las sirenas de los barcos de carga. Un rato después la niebla se esfumó, y devolvió
la ciudad a la normalidad, al esplendor de los edificios de cristal y al
nerviosismo de los cláxones de los vehículos manejados por personas
impacientes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario