Recuerdo la primera vez que vi anochecer en Florencia, el
verano brotaba en la ciudad de la Toscana, y tras pasear durante un rato entre
el palazzo Pitti y el Ponte Vecchio decidí avanzar por la
ribera del Arno ─la de mi izquierda─, y seguir mi caminata en dirección a la
galería Uffizi. Mientras avanzaba
entre turistas, vendedores ambulantes de piezas talladas en ébano o camisetas
futbolísticas, y enamorados que se fotografiaban con el famoso puente y sus peculiares
viviendas ensambladas en su parte superior al fondo.
El día languidecía cuando recorría el último trecho
que une el río con la piazza della Signoria, presidida por su
palacio imponentemente medieval, y rematado por la torre abaluartada, vigilante
perenne sobre la vieja ciudad italiana. Era un momento en el que apenas había
gente en ese tramo ─las trattorias
estaban llenas a esas horas─, de la galería urbana abierta en un lateral,
creada por las fachadas majestuosas del que es uno de los museos más
importantes del mundo. El sol se escondía definitivamente a mi espalda, y las
luces aún tenues de las farolas comenzaban a reflejarse en las cristaleras de
las fachadas. El color ambarino espeso vertía suavemente sobre el enlosado
pétreo del suelo que hacia retumbar mis pisadas. Al entrar en la plaza
totalmente atiborrada de estatuas; las alineadas y colocadas sobre grandes
pedestales ante la fachada del palacio, como el Hércules y Caco de Bandinelli, o la copia del David de Miguel Ángel y las que
se levantan frente a ellas, dentro de Loggia
dei Lanzi entre los arcos góticos; El
Rapto de las Sabinas, o el Perseo comenzaban a asomar fuera de sus
basamentos, mudadas en alargadas sombras tétricas, que parecían escapar del
interior de las figuras allí plantadas. Entre el tiempo que tardó en irse la
luz natural y venir la eléctrica, jugaron entre ellas y el ambiente una partida
claroscurista que las deformaba terriblemente, como si los protagonistas del
infierno de la Divina Comedia, escrita por el vecino de ciudad Dante Alighieri,
cobraran vida y se pasearan entre la soledad de mi paseo por el centro de la
ciudad.
Esta tarde paseado por el centro de Buenos Aires
sentí algo parecido a lo que padecí paseando aquella primera vez, por una de
las ciudades más bellas de la vieja Europa. Desde luego no fue la misma
situación, en este caso no me encontraba en soledad, no podía oír retumbar mis
pasos sobre el suelo, pues el ruido de los cláxones de los coches que subían
por la calle Perú desde San Telmo se volvían ensordecedores por momentos. Estaba
comenzando a anochecer, las farolas aún no habían dado atisbo de comenzar a
funcionar y en la parte alta aún se veía la última luz del día sobre un cielo
azul. Entre las estrechas calles de Monserrat, donde se junta la arquitectura y
la historia en la Manzana de las Luces, comenzaban a aparecer de nuevo los claroscuros
típicos de esa hora. Mientras tanto, las esculturas y fuentes de la zona
comenzaban de nuevo a estirarse lóbregamente sobre el pavimento, mostrando
muecas sórdidas y macabras, como si de nuevo los demonios de la parte infernal
de la obra de Dante se me aparecieran muchos años después.
No hay comentarios:
Publicar un comentario