Adiós
muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos; me toca a
mí hoy emprender la retirada. Debo alejarme de mi buena muchachada. Adiós
muchachos, ya me voy y me resigno…Cantaba así Carlos
Gardel, como un tétrico presagio de aquel accidente aéreo en Medellín, que se
llevaría al morocho para siempre. Y estas palabras podrían ser utilizadas como
banda sonora para la situación actual de los viejos negocios, sobre todos los
cafés y las Confiterías de Buenos Aires. De la Gran Buenos Aires como les gusta
decir a los porteños.
Es cierto que el café notable Los Galgos llevaba
unos cuantos años venido a menos, de capa caída, como si se fuera apagando
lentamente, al igual que su dueño; Horacio Ramos, hijo de José Ramos, que se
hizo con el local en 1948 comprándoselo a un inmigrante asturiano que lo abrió
en 1930, después de llegar a Buenos Aires en 1918 en busca de una oportunidad
de vida. Lo cierto es que Los Galgos ─abierto entre la avenida Callao y Lavalle─,
sobrevivió al cambio de dueño, pues si bien su fundador español era seguidor de
las carreras de estos perros, el nuevo dueño decidió conservar el nombre del
local que ya se había hecho conocido entre los parroquianos. También sobrevivió
a su último dueño; Horacio, pues a pesar de que el café ya no daba dinero salvo
para subsistir ─lo comido por lo servido─, su dueño lo mantenía abierto por
amor al local y a su clientela. Pero Horacio Ramos falleció en octubre del
pasado año, y aunque sus familiares decidieron mantenerlo abierto en su honor, hace
unas semanas bajaron la persiana; en un principio por vacaciones, pero como en
otros casos el café no volvió a abrir sus puertas. Desde hace unos días su
nombre ha desaparecido de la fachada, y ha sido sustituido por un enorme cartel
donde se anuncia que se alquila el local. Si no sabes que allí se abrió un
histórico local para la historia de Buenos Aires ya no hay nada que lo recuerde.
Apenas pude entrar un par de veces a su interior,
bastante viejo, un poco ajado por el paso de los años, pero con un peso
importante. Las dos puertas que se abrían a ambas calles vieron pasar por ellas
a grandes personajes del país. Hay mil historias, muchas de ellas contadas a la
prensa por el viejo dueño. En el tiempo que estuvo detrás de la añeja barra ─sobre
la que se situaba una vieja cafetera, vigilada por un mueble de espejos y
madera cuidadosamente tallado, rematado el conjunto por un fileteado donde se
celebra el setenta y cinco aniversario del local, escoltando esta referencia
histórica por los símbolos del local; dos galgos, uno blanco y otro negro a cada
lado del mueble─, Horacio vio pasar por la puerta de su negocio a Eisenhower,
De Gaulle, JFK, o al Papa Juan Pablo II entre otros. Y atendió en su interior a
músicos como Aníbal Troilo, Julio de Caro o Santos Discépolo ─que vivía en el
200 de la avenida Callao─, a poetas como Enrique Cadícamo y políticos como
Ricardo Balbín o el ex presidente Arturo Frondizi.
Los viejos clientes que hoy se han quedado sin lugar
de reunión, aseguran que a pesar de las caras famosas que se daban cita en su
interior ─hubo una temporada que se consideró el café como el centro de reunión
de la bohemia porteña─, Horacio prefería tratar con los clientes del barrio,
trabajadores y vecinos habituales. En el bar siempre había agua fresca y una
silla preparada para que descansaran los barrenderos de la zona, las profesoras
del colegio próximo tenían mesa reservada para sus desayunos, y Miguelito, el
sastre de enfrente y cliente desde hacía más de treinta años, se servía las
medialunas el mismo.
El bar hacía años que estaba dentro de la lista de los
bares o cafés notables de Buenos Aires, casi un patrimonio local que ahora ha
quedado vetado para el disfrute de locales y forastero. Según dicen las lenguas
que añoran ya sus mesas y sus sándwiches de miga, un hostelero, dueño de otro
café histórico de la ciudad tiene planeado hacerse con el café y reabrirlo al público.
Esperemos que pronto la esquina de Callao y Lavalle vuelva a franquear sus
puertas, y que la luz porteña vuelva a iluminar los galgos que desde hace ochenta
y cinco años recibían a los clientes desde la parte alta del mostrador.
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