Las calles del barrio
porteño de San Telmo tienen un punto cosmopolita que no llegan a igualar el
resto de los barrios de la ciudad, por muy modernos que sean, por muchos lujos
que tengan, o por muchos locales de moda que se abran en sus calles. San Telmo
es un barrio con identidad y con sabor, con gusto. Algo que puede quedar un
poco oscurecido en un primer momento, tras una primera impresión, por la dejadez
de sus calles y veredas, tal vez por la cantidad de suciedad que se acumula en
ciertos lugares, con más basura y desechos en la calzada que en el interior de
los contendores.
Muchas casas y edificios están abandonadas, o lo han
estado hasta hace no mucho, lo que ha dado al barrio un toque decadente pero
sin hacerle perder personalidad ni vistosidad; un ejemplo magnifico es el patio
provinciano, un enorme edificio abandonado, desvencijado y lleno de grafitis
tanto en su interior como en su exterior, que los domingos se llena de vida,
música, baile, cultura indígena, literatura y alegría. Hoy el barrio vuelve a
crecer, los edificios que hace unas décadas ocupaban estudios y casas de
escritores, pintores, músicos… los empiezan a ocupar estudiantes, artistas
originales, nuevos músicos, recientes y jóvenes familias que comparten las
calles con hostales y albergues juveniles, que llenan la zona de caras joviales
y miradas vivas a diario. Personas que se paran frente a las viejas paredes
llevas de grafitis, y pinturas realizadas por artistas locales de la misma
manera que visitan las tiendas de antigüedades, o se detienen ante la vidriera
de la tienda de zapatos realizados a mano que se ofrecen a precios módicos.
Los nuevos locales, cafés, restaurantes, cervecerías,
vuelven a llevar los vientos porteños de la bohemia clásica hacía las calles
empedradas ─aunque bajo esos adoquines, como en los parisinos del 68, tampoco
hubo nunca arena de playa─, del viejo barrio. Las calles más allá de la famosa
y concurrida plaza Dorrego huelen a pizza recién cocinada, a empanadas salteñas
picantes con aceituna verde con hueso en su interior, a asado y bondiola al
punto en la parrilla al paso de Chacabuco, a café recién molido servido con galletas
de manteca y alfajores, o a pan amasado como toda la vida, y acabado de
depositar en las estanterías de madera de la vieja confitería La Vienesa, en
plena calle Bolívar.
En todo esto se van deleitando tus ojos, tu olfato
y posiblemente tú gusto, cuando de pronto, al volver una esquina te sorprende a
lo lejos una música animada, una melodía de sabor caribeño, que se disputa el dominio sobre milongas y
bandoneones más allá de la intersección que hace la calle Defensa con la calle México.
En el escenario improvisado un tipo que se autodenomina africano de nacimiento
y pasión, interpreta una guajira cubana mientras improvisa la letra, canta desafinadamente
pero lleno de sabor ─como reconoce mientras muestra su blanca sonrisa─. Entrar
en San Telmo una primera vez y salir defraudado es muy probable, pero repetir y
no salir fascinado es imposible.
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