Me consta que en Buenos Aires hubo una época, bastante
amplia, en la que el patrimonio no solo se respetaba a pies juntillas por los
ciudadanos y por los políticos, sino que incluso los demás países admirados por
el cariño y cuidado esgrimido por las autoridades a su patrimonio, enviaban
regalos desde sus países para que lucieran en mitad de las plazas de la capital
rioplatense. Ya hemos hablado de la torre de los ingleses ─hoy restaurada
después que una turba enfurecida tras la guerra de las Malvinas la destruyera─,
del monumento dedicado al hermanamiento uruguayo- argentino del parque Lezama,
de las esculturas enviadas por España e Italia en honor al centenario de la
revolución de Mayo, y que hoy en día reciben diferentes tratos: unas respetadas
y admiradas, otras olvidadas en un rincón de la ciudad, cercenadas en parte,
empaquetadas y diseminadas en naves y parques. A esto habría que sumar una
larga lista de esculturas, edificios, monumentos que se encuentran renqueantes,
olvidados y sin visos de ser restaurados para presentados correctamente a los
habitantes y visitantes de Buenos Aires. La ciudad tiene grandes ejemplos de
emplazamientos mágicos, que atraerían al turismo y brindarían bonitos recuerdos
a los bonaerenses, pero que sin embargo se encuentran ignorados, convirtiéndose
en lugares que con el paso de los años y la dejadez gubernativa, se han vuelto
sitios poco recomendables o directamente peligrosos.
El Tótem de Retiro es uno de ellos, la obra se
encuentra en mitad de un tótum revolútum de plazas ajardinadas, donde nunca se
sabe dónde empieza una y acaba la otra, cruzadas por viejas vías de tren que se
pierden en la lejanía tras las estaciones de ferrocarril y ómnibus. Estos
pseudospuntos verdes se encuentran rodeados de grandes calzadas, por donde
circulan mastodónticos camiones cargados con mercancías, y contendores que
entran y salen del puerto bonaerense. El sitio es poco agradable, no solo por
el ruido y la polución, sino porque la zona es un lugar utilizado por los
toxicómanos para inyectarse su dosis diaria y para llevar a cabo sus
trapicheos. Al llegar las últimas horas de la tarde, cuando cae ya la noche, la
zona se convierte en un lugar liberado, donde no hay ley. Entonces se corre el
peligro de que te asalten en cualquier esquina, lo que sumado a que allí se
encuentren las dos estaciones más importantes de la ciudad, hace de Retiro el
lugar donde más robos y agresiones se producen dentro de la Capital Federal
argentina. Poco o nada importa que justo al lado se encuentre el Ministerio de
Migraciones o la sede central de Correos Argentinos, la vigilancia brilla por
su ausencia. Lo mismo que la limpieza. La calzada y los parques rebosan de
basura, dando a la zona una imagen de dejadez y asquerosidad impropia del
centro de una capital.
Allí, en mitad del caos, cuando la zona era un lugar
mucho más agradable se creó la plaza Canadá. Era 1961 y el país septentrional
encabezado por su embajador, agradecidos por el nombramiento de la plaza,
decidieron enviar un regalo para colocar en mitad de dicha explanada. Así en
1964 se embarcó finalmente en el buque S.S. Mornaciele de bandera canadiense,
un tótem tallado a mano por la tribu Kwakiuti,
unos indígenas de la isla de Vancouver. El ídolo medía veintiún metros y medio
de altura, dejando veinte a la vista, y usándose el uno y medio restante como
base dentro de una capsula de cemento para protegerlo. Todo eran vivas y
hurras, golpecitos en la espalda y celebraciones entre los gobernantes el día
que el cedro de una pieza, y decorado en la alternancia de rojo, blanco y negro
se inauguró. A nadie por entonces interesaba ya la representación del hito. Que
más daba si el asunto representaba al clan Geeksem,
partiendo desde el águila, y pasando por el león marino, la nutria marina, la
ballena, el castor, el hok-hok ─un
ave caníbal─, para terminar finalmente en un rostro humano que representaba al
jefe del clan.
La embajada de
Canadá, ingenuos de como funcionada el país, envió unas instrucciones al
gobierno porteño, de cómo cuidar el tótem para que no sufriera las inclemencias
del tiempo, pudiendo así perdurar en perfecto estado para el disfrute de las
generaciones venideras. Básicamente las instrucciones recomendaban realizar
cada cinco años un tratamiento sobre el tronco de cedro con un fungicida de
calidad, evitando las plagas de carcoma o de cualquier larva que pudiera dar al
traste con el monumento, además de dar un par de capas de pintura resistente a
la humedad. Como es lógico en un país que desde los años treinta, poco o nada
se interesaba por el cuidado y mantenimiento de su patrimonio, ese tratamiento
no se realizó nunca.
En el año 2008 alguien se debió dar cuenta que el
regalo canadiense daba asco y se desmenuzaba a trozos. Entonces se llegó al
consenso de restaurarlo ─a buenas horas─, pero el asunto pintaba mal. Cuando se
iba a llevar a cabo la maniobra para sacarlo del suelo y llevarlo a restaurar,
algún genio tuvo la gran idea de restaurarlo allí mismo, a la vista de todos
para que se aprendiera a respetar el patrimonio común ─consejos doy que para mí
no tengo─. En ese momento en vez de sacar el tótem limpiamente de la capsula de
cemento, se decidió talarlo con una sierra mecánica a medio metro del suelo.
Rota ya la pieza única original, se decidió comenzar con la restauración. Aun
no entiendo por qué ─nadie lo entiende─, después de una semana tirado en la
plaza, las autoridades decidieron serrar el tótem indígena en varios pedazos
para trasladarlo a una playón de la ciudad, donde se dejó abandonado de nuevo,
acabándose de pudrir y desmoronar como un azucarillo en una taza de café negro.
Un año después, en 2009, el ministro de cultura
viajó a Canadá diciendo que no sabían que había pasado, pero que de repente el
tótem estaba hecho unos zorros. Literalmente dijo: el tótem está muy destruido. Como si el mismo hito indígena se
hubiera autodestruido, se hubiera dejado pudrir y después se hubiera auto
mutilado en trozos con una motosierra, y todo para dejar en mal lugar a los
gobernantes de la ciudad, el maldito. Lombardi que es como se llama el tipo ─sigue
en el cargo─, se presentó en el país norteamericano a negociar su reposición.
Es decir, ustedes nos hacen un gran regalo, símbolo de su país y su historia,
nosotros solo tenemos que pintarlo cada cinco años pero lo dejamos morir. Después
en un momento de restauración lo desmembramos y lo abandonamos, y ahora venimos
aquí a decirles que si nos hacen y regalan otro para volver a destrozarlo.
El caso es que en el
gobierno canadiense se tragaron el cuento ─ya saben que los canadienses son una
raza extraña, de esa que cuida su patrimonio, su naturaleza y que son
cívicamente inapelables─, y mandaron a la comunidad Kwakiuti realizar un nuevo tótem para regalo, y que fuese colocado
después en la plaza Canadá de Buenos Aires. En este caso se realizó de nuevo en
una sola pieza de madera de cedro, pero de una altura mucho menor, poco más de
diez metros. El día de su inauguración de nuevo los vivas, los hurras y los
golpecitos en la espalda de los mandamases porteños, ante la mirada del
embajador canadiense en el país. Era 2012, veremos a ver si en 2017 cuando se
cumplen los cinco primeros años de su colocación, y se deba realizar el primer
tratamiento de conservación éstos se llevan a cabo de forma correcta, o si por
el contrario se vuelven a tirar las indicaciones a un pozo sin fondo. Volviendo
dentro de cuarenta años el ministro de turno, a presentarse en Canadá
implorando un tótem nuevo.
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