Hace un par de días volví a hacer una cosa que me
encanta y que hacía años que no hacía: ir al cine por la mañana. Cerca de mi
casa en Buenos Aires hay un pequeño cine de barrio, un cine con un par de salas
de tamaño medio y una más pequeña. La taquillera es una mujer de unos cincuenta
años que vive en el barrio, la suelo encontrar cuando entras en la frutería o
el supermercado. Dentro no hay bar, ni tienda de golosinas o palomitas, ni
siquiera hay una máquina de refrescos. En la puerta bajo la marquesina del
viejo cine, un chico joven coloca un carrito para vender frutos secos, tutucas,
palitos salados, cacahuetes y palomitas. Atiende a los clientes que hacen fila
ante su pequeño negocio rodante antes de entrar en la sala, entre tanto da
conversación y a la vez vueltas con una larga y desgastada cuchara de madera a
un recipiente de cobre, donde cuecen entre borbotones de caramelo las almendras
que luego empaquetará, y venderá a diez pesos el paquete.
El cine, a pesar de las pocas salas, pasa cada día
de seis a ocho películas diferentes. Entre ellas documentales, películas de
animación, comedias o thrillers. Abre sus puertas a las diez de la mañana y
comienza a vender entradas para la primera sesión del mediodía, desde ahí hasta
las diez u once de la noche no dejan de emitir películas en todo el día,
intercalando todas las que ofrece en su cartera. Los horarios se cambian
prácticamente cada día, por ello es costumbre de los que nos gusta el séptimo
arte, pararnos unos segundos cuando pasamos por delante de la cristalera del
cine Gaumont, para ojear los nuevos horarios, o ver si hay una nueva película
en cartelera.
Esta semana volví a
retomar la tradición que comencé en los primeros años que pasé en la
universidad de filosofía y letras de Valladolid. Por aquella época la ciudad
contaba con cinco cines en el centro de la ciudad, a parte de los que había en
el interior de los centros comerciales de las afueras. Tres eran cines de
barrio, con una o dos salas: como el de Mantería, los Renoir, o los Manhattan.
También estaba el Carrión ─que intercalaba teatro, conciertos y cine─, y en un
lateral del paseo Zorrila abrieron los Broadway, que eran lo más parecido a una
gran superficie cinéfila, contando con diez salas. Pero entre todos ellos había
uno que para mí, por su encanto especial, sobresalía por encima de los demás. Se
encuentra aún en una de las calles laterales al Teatro Calderón ─donde también
pasan películas, pero solo durante la Semana Internacional del Cine─, y se
llama Casablanca.
La mayor parte de
ellos han ido cerrando sus puertas en estos años pasados, dejando la ciudad más
huérfana de cultura, más alejada de los recuerdos de los que nos hicimos
hombres o mujeres en sus calles, en su universidad, en sus cafés y en esos
cines de otra vida. El Casablanca era el más pequeño de todos, y se encontraba
en la zona que solía recorrer con mis compañeros de aula y de piso, que en
ocasiones eran los mismos. Difícil era no encontrarnos en las mesas de mármol, entre
los cafés con pacharán o picho de tortilla ─dependiendo de la hora─, de El
Minuto, entre los vahos de vermú ─siempre rojo y con aceituna─ de El Penicilino,
o entre la bruma espesa, casi bretema
gallega de las últimas horas del Cafetín. Por allí también estaban nuestras
librerías favoritas, los restaurantes donde comíamos muy pocas veces, pues por
aquellas el dinero no nos daba para tanto y solíamos juntarnos en casa de unos
o de otros, aportando cada cual lo que podía o sabía hacer. El dinero lo
gastábamos en cañas de cerveza, y los días que tirábamos la casa por la ventana
tomábamos una copa de ginebra, o un vaso de whisky en El Herminios de la plaza
de la Universidad ─ya desaparecido─. Un lugar mágico que siempre me pareció de
novela. Había que bajar un par de decenas de escaleras para llegar a la sala,
toda llena de mesas rectangulares y sillones de a dos, tapizados en tela roja. Decoraban
la sala vitrinas llenas de instrumentos de viento y cuerda, entre fotos en
blanco y negro de trompetistas negros con los mofletes hinchados, antes de
expulsar el aire al interior del instrumento. Todos portaban esa grandilocuente
sonrisa perene que mostraban los músicos americanos de los años cincuenta. El
camarero sabía que éramos estudiantes y que no íbamos a arreglarle la caja del
día o de la noche, por eso cuando nos veía abrir la puerta de cristal niquelada
en los laterales y el tirador, siempre se mostraba mal humorado a pesar de que le
encantaba hablar. No recuerdo el nombre del camarero, pero sí que fumaba
Winston y ponía un disco de jazz tras otro. Cuando tenía el día marchoso se
lanzaba al blues, al charleston o al ragtime.
Pero estaba recordando el Casablanca y sus películas.
Sé que aún sigue abierto, que pasan películas de vez en cuando, pero no con la
frecuencia que lo hacían antes. Tampoco se ha guardado la tradición de las
horas del pase de los filmes, ahora con un poco de suerte las pasan antes de la
cena, pero en aquellos años en que era un estudiante que vibraba y se
interesaba con todo lo que tuviera que ver con la cultura, las películas del
Casablanca se pasaban también por la mañana, siempre antes de comer, lo justo
para salir de la sala a la hora del vermú. Recuerdo salir corriendo de la
facultad para poder llegar en hora a la sesión de las doce del mediodía, sacar
mi entrada ─que era de precio extra reducido comparada con las del resto de
locales─, y sentarme corriendo en la última fila de la pequeña sala del cine,
donde ya comenzaban a proyectar las primeras escenas de la película. Siempre en
versión original subtitulada. Los títulos eran bastante extraños, cine de
autor, cine francés o italiano ─la mayoría─, películas que no se pasaban en los
otros cines más comerciales. Nuestros padres iban al cine las tardes de los domingos
por dos pesetas ─y no es una metáfora─, y disfrutaban por ese precio de dos
películas diferentes, o se metían en una sala de sesión continua, donde podían entrar
a mitad de una película, verla terminar y después ponerse a ver la primera
parte que se habían perdido, pasando una tarde entera en su interior. Yo eso no
lo viví, pero supongo que sentirían algo parecido a lo que siento yo en una
mañana de cine. En esos años universitarios notaba unas sensaciones difíciles
de explicar al salir del cine, muy diferentes a las que he sentido después al
abandonar cualquier cine por la noche. Hace un par de días volví a recrear en
mi cuerpo esa misma sensación indescriptible, cuando salí un tanto noqueado ─la
película de nuevo poco comercial era realmente buena─, del cine de la calle
Rivadavia de Buenos Aires.
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