A veces no me acuerdo, en realidad hace bastante
de ello, y después han venido muchos temas de estudio y de investigación
distintos. Tal vez sea por ello, pero a veces lo postergo al final de mi
cabeza, a un cajón en ocasiones cerrado con llave y otras totalmente abierto y
ventilando, que me hace recordar que soy licenciado en Historia del Arte. Es
decir, que mi formación académica base es esa, la historia del arte. A veces, y
después de tantas horas y años trabajando con historia, con constitucionalismo,
con estudios hispánicos y con el peso de la literatura en mi vida actual, es
como si todo aquello de la licenciatura en historia del arte quedara muy
lejano.
Pero de pronto, andando por la calle vislumbro un
monumento, una iglesia, un edificio decimonónico y me veo a mi mismo recordando
datos, detalles, curiosidades de la obra y de su época, algo que me sorprende
gratamente a mí mismo. Algo que me vuelve a enseñar que esa formación está ahí,
y que a pesar que no le doy todo el uso que debería no me abandona. Siempre es
agradecida conmigo a pesar del arrinconamiento. Es entonces cuando empiezo a recordar
profesores, pensamientos y frases, como aquella que me confesó Jesús; un profesor
de bachillerato, que me aseguró que las matemáticas, las ciencias, incluso la
economía y la geografía te vienen muy bien para llevar a cabo un trabajo. Sin
embargo el arte, y por extensión la historia, te salta al paso en cualquier
viaje, en cualquier lugar, y su conocimiento te sirve para recolocarte en el
mundo que te toca vivir. Ahora muchos años después lo recuerdo, y le doy toda
la razón.
Hace unos días volví a caer en esa red de nuevo,
paseaba por la parte baja del barrio porteño de Palermo, por donde la ciudad se
convierte en bosque y los cláxones hirientes y estúpidos se transforman en
susurros de viento entre los árboles, entre las ramas bajas de los robles, los
castaños y los tilos.
Un poco antes de llegar al delicioso Jardín
Japonés, se encuentra la plaza de la república islámica de Irán, conocida por
todos los lugareños como plaza Irán. Había pasado muchas veces por la zona,
pero desde la otra acera, la que se dirige al planetario y tal vez ensimismado
en mis pensamientos, u observando otras cosas, nunca me había fijado en la
enorme columna persa que se levanta en mitad del jardín de la plaza, rodeada de
palmeras que dan al entorno un olor, un carácter con toques a Oriente Medio. Al
Oriente Medio romántico por supuesto, lejos de los morteros que revientan en Sussangerd
junto a la actual frontera iraquí, y apartado de las luchas étnicas, religiosas
y territoriales con Pakistán.
La columna me llevó a un embarullado número de
recuerdos académicos, de mi vieja vida universitaria en la facultad de
filosofía y letras de Valladolid. Recuerdo a mi profesor de historia del arte
antiguo, paseando por el frente y el lateral izquierdo del aula, explicando sobre
unas diapositivas viejas y quemadas por el uso los pormenores de la cultura, la
religión, los tipos poblacionales y de su idiosincrasia. Añadiendo todos los
detalles desde el cómo y el porqué. Enseñándonos una cosa que ya casi no se
hace en la universidad: a pensar. No soltaba el rollo y se marchaba, sino que nos
obligaba a discurrir. Alejándose del típico e incorrecto pensamiento que nos
lleva a dar el título, autor y año al
ver una obra de arte. Llevándonos por otros caminos más embarrados, más
intrincados digamos, describiendo pormenorizadamente la obra, titubeando sobre
su posible uso, o planteando hipótesis sobre los materiales y las formas. Para
acabar el largo análisis con el nombre de la obra y su ubicación geográfica e
historiográfica.
Recuerdo el temor que
daba esta clase a los alumnos de primero de licenciatura, entre los que me
incluyo, cuando recién salidos del instituto este profesor delgado y serio nos
obligaba a algo que nos parecía entonces tan duro y cruel. Nos obligaba a pensar
y a razonar. Por eso al ver en Palermo la réplica sacada de la sala apadana de
la ciudad de Persépolis, creada por Ciro II “el Grande”, y donada por el sha de
Persia, lo recordé de nuevo impartiendo las, que hoy por hoy considero,
magistrales clases sobre arte antiguo. Las que actualmente considero como las
mejores de toda la licenciatura, donde más aprendí sobre arte y sobre mi propia
capacidad intelectual. Su voz volvió a resonar en mi cabeza, explicando la base
campaniforme, el fuste estriado al modelo griego, el capitel dividido entre
tres partes; con motivos vegetales al estilo egipcio, el paralelepípedismo con
volutas jónicas y el remate espectacular con animales prótomos. Casi siempre
toros. Que sobre el hueco central entre ambas cabezas sujetaban una viga de
madera, y otra sobre sus cabezas pétreas. Cruzándose ambas en forma de cruz. Esto que parece una simpleza, produjo la evolución arquitectónica más importante de la época, pues aparecían
por primera vez las columnas, y desde entonces se consiguió hacer los techos
más altos, y las habitaciones más amplias y luminosas.
Una espectacular vista artística en mistad de Buenos
Aires, que se remata un poco más adelante con la réplica de uno de los leones
realizado en ladrillo vidriado policromado, similar a los que se encontraban en
la Puerta de Ishtar, dentro de la ciudad de Babilónica, fundada por
Nabucodonosor II. Otro nuevo recuerdo que me hizo saltar desde las clases de
arte antiguo de mi facultad en Valladolid, a la sala central del museo de Pérgamo
en el corazón de Berlín, donde pude quedarme embobado observando la pieza
original por primera vez.
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