Recuerdo una noche casi perdida entre las nieblas del
tiempo a pesar de que transcurrió sólo hace tres años. Eran las cuatro de la madrugada
de un viernes del mes de julio en París. Había acabado de trabajar, y junto a
unos amigos había salido a disfrutar de la Noche en Blanco en la ciudad de la
luz. Una fiesta de la cultura al aire libre; vimos un par de exposiciones de
pintura y fotografía, una obra de teatro en Montmartre y una serie de cortos de
animación en los jardines de Tuileries. Después de que la noche cultural
acabara fuimos a frenar el calor estival en un pequeño bar de la Isla de San
Luis, apenas tres metros cuadrados de taberna con cerveza bretona de barril. Un
lugar tranquilo y agradable al que solíamos acudir a menudo, como si fuera
nuestro cuartel general.
Sobre las tres y media
Jacques, el dueño, cerró la persiana metálica. Cuando acabamos nuestra
consumición salimos en dirección a la plaza de Hôtel de Ville, desde allí
avanzamos poco a poco por rue de Rivoli hacía nuestra casa, un poco más allá de
donde se levantó en sus días la cárcel de la Bastilla. Al llegar a Saint Paul,
casi a los pies del barrio judío del Marais vimos un bistró abierto, uno de
esos pocos establecientes que permanecen activos toda la noche y no ofrecen
comida rápida o recalentada. El hambre apretaba después de la larga noche y
decimos entrar al local, era la típica brasserie parisina, decenas de mesas de
madera y sillas del mismo material y color, con el asiento de rejilla tupida, luz
amarillenta, tenue, y un camarero pululando por la sala con un enorme mandil
hasta los tobillos, una camisa blanca y una corbata verde oscura a juego con el
color predominante de la sala. Recuerdo que pedimos entrecot à point y varios pitcher de vino de Burdeos.
Cuando ya habíamos
acabado con las viandas y seguíamos dando cuenta del caldo francés, se nos
acercó un tipo de alta edad, bien vestido, elegante y con su pelo plateado
peinado y engominado hacía atrás. Pidió permiso para sentarse con nosotros,
preguntándonos si éramos españoles. Le dijimos que no todos, pero que alguno
había. Él era argentino, bonaerense. Llevaba prácticamente toda la vida en
París, primero trabajando como diplomático en varias embajadas y consulados, después
ya retirado, y sin familia, decidió quedarse allí para siempre. Estuvimos hablando y tomando vino durante un
par de horas más, casi estaba amaneciendo cuando salimos del restaurante y nos
despedimos de Héctor. Esa noche hablamos mucho y de muchas cosas, pero hay una
cosa que me quedó marcada, en un momento de la noche Héctor dijo que le
encantaba París porque le recordaba mucho a Buenos Aires. No al actual, sino al
de su niñez, apostilló. Lo decía con pena y resignación, se le notaba. Y
añadió; si algún día vais por Buenos Aires os daréis cuenta de lo majestuoso
que fue esa ciudad hace no mucho, cuando aún respiraba aires de grandeza y las
construcciones limpias y completas daban un aire burgués y majestuoso a la
capital del río de la Plata. Ahora todo ha cambiado ─decía─, no se cuidan los
edificios, no se limpian, las calles son un caos y muchas construcciones del
siglo XVIII y XIX han desaparecido.
Recuerdo las frases de Héctor en aquella noche parisina
cuando paseo por varios barrios de la ciudad de Buenos Aires. Me imagino como
debió de ser San Telmo en sus buenos tiempos, antes de que llegara primero el
abandono de las familias pudientes por la fiebre amarilla, y después la dejadez
por parte de las autoridades locales y nacionales. Pasear por la zona de
Retiro, por las lujosas avenidas de Recoleta, la zona de las embajadas en la
avenida Alcorta o la parte más cercana a la Casa Rosada del paseo Colón, hace
que me haga una ligera idea de la arquitectura de aquellos años, de su
majestuosidad, de la forma de vida de la ciudad y de sus habitantes antes de
que todo comenzara a cambiar en los años treinta del siglo XX. Y sí, me digo, Héctor
tenía razón.
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