Despertarse en mitad de la ciudad de Buenos Aires sin el
ruido ensordecedor de coches, colectivos antiguos con motor ronco, gritos de
vecinos o golpes de los cartoneros rebuscando en los contenedores es algo muy
extraño. Tanto que hoy me sorprendí cuando me despertó el ruido limpio de la
lluvia. Extrañado abrí el portón de madera y cristal de mi balcón, y aparté la
contraventana de chapa que guiñaba luz del exterior por las estrías abiertas.
Mientras se cerraba doblándose sobre sí misma, me asomé al exterior. Sigiloso y
temeroso de lo que pudiera haber ocurrido al otro lado
Llovía a cantaros y la calle estaba extrañamente vacía.
Hacia un par de horas que había amanecido, y en una zona de oficinas y negocios
como la que me encontraba esa tranquilidad era muy extraña en un día laboral.
El otoño se ha internado para quedarse en la ciudad, el aire húmedo y cálido
que subía desde el río hace unos días, ahora es frío, y la humedad se mete en
el cuerpo cobijándose en el tuétano de los huesos. Impidiéndote entrar en calor
por mucho que camines, o busques los recovecos abiertos al débil sol.
El otoño austral es complicado, un poco como la primavera
del norte de España, o el otoño de Cádiz. Cambios infernales de clima en cuestión
de minutos, que pasa de los tremebundos truenos y el agua estruendosa, a dejar espacio
dilatado a un sol mentiroso con cara de agua y rayos sifilíticos, que quieren y
no pueden hacerse con la calle. Escondiéndose de pronto, sin previo aviso tras
negros nubarrones que se quedan lanzando agua durante horas, apagando la luz de
la calle. Haciendo que las ventanas de la vecindad comiencen a encenderse poco
a poco, de forma intermitente, como si jugasen a algún juego imaginario creado
por Cortázar.
He abierto de nuevo la puerta del balcón, sigue cayendo
agua. Me asomo hacía la calle donde un enorme charco cruza de vereda a vereda.
Las gotas de agua crean pompas al caer sobre él. Éstas flotan durante unos
segundos en su superficie hasta que expiran explotando, como las pompas de
jabón que hacen los niños en el aire, con esos botes de colores chillones tapados
con un apéndice acabado en círculo, rellenos de jabón y agua.
Vuelco al interior, y de nuevo abro la novela sentándome cómodamente
en el sillón. Es un buen día para releer a Stendhal mientras saboreo el
amargor de un café humeante.
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