Un principio como otro cualquiera, pero qué
principio. Eso pensaba hace unas horas cuando después de mucho tiempo volví a
reabrir la novela enseña de Julio Cortázar: Rayuela. La última vez que me
interné en la aventura turbia, tóxica, pero hermosa del amor odioso, o del odio
amoroso entre La Maga y Oliveira lo hice en París. Paseando por las mañanas los
lugares en los que se movían los personajes del libro la noche anterior,
mientras se removían en las páginas de la austera y comprimida edición de
Cátedra que leía, y releía, en ocasiones en mi pequeña habitación de rue Titón,
sobre Faidherbe Chaligny. No muy lejos de la zona por donde transcurre la
primer parte de la obra.
Ahora la reabro de nuevo en la otra punta del mundo,
de los mundos, pues no solo es el asunto geográfico el que separa una y otra
lectura, sino que lo hacen varios años y algunas experiencias. Por supuesto,
hay otro mundo imprescindible para entender el porqué de esta lectura, el de la
obra. La novela se divide en tres partes; el lado de allá, el lado de acá y de
otros lados. Por ello a forma de cerramiento de circulo vuelvo a caer en su
páginas, ya me precipité en su interior en el lado de allá, en París, y en
otros lados, cuando me acerqué a sus páginas por primera vez, en otras ciudades
y otras épocas. Ahora me lanzo a sus brazos en el lado de acá.
En cada
una de las diferentes lecturas, ésta se ve, se saborea de diferentes maneras,
con distintas percepciones. En la vida se va caminando y se va aprendido. Se
van conociendo ciudades y personas. La primera lectura la realicé cuando no
conocía apenas nada de la literatura Latinoamérica del siglo XX, desconocía
como era París y Buenos Aires. En la segunda lectura ya sabía algo más de la
literatura de la época y vivía en París, me paseaba por la ciudad con el libro
encima como ya he dicho. Con él en las manos me acerqué sin saberlo a la losa
de mármol blanco, simple y escondido que sirve de tumba a su creador. Con esta
tercera lectura avanzo un paso más. Hoy ─ayer por la noche─, cuando abrí de
nuevo la primera página de Rayuela, sin querer, sin saberlo ya la veía de forma
distinta, porque en este caso no podré imaginarme Buenos Aires a mi manera,
pues lo piso a diario, conozco las calles y los recodos por donde transcurre la
vida de los protagonistas. Supongo que eso es vivir, crecer e ir adquiriendo
experiencias, alegrías y disgustos. De niño cuando no sabes nada todo te lo
imaginas a la manera que más te conviene. Según vas creciendo, y viviendo,
muchas cosas ya no te las imaginas porque las conoces perfectamente, pero aún
hay espacio para la imaginación. Y ya con el paso de los años, cuando el pelo
se va volviendo plateado y escaso en las sienes, y las arrugas ganan terreno a
la piel tersa no te hace falta imaginar, porque la vida ya te lo ha enseñado
todo o casi. Eso sí, siempre que te fijes en los guiños que ésta te hace, que
hagas caso a las señales y no vivas como si esto no fuera contigo. Con la
literatura pasa lo mismo.
Como les digo, el principio de Rayuela es un principio
como otro cualquiera. Pero qué principio. Aquí se lo dejo:
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