jueves, 7 de mayo de 2015

UN PRINCIPIO COMO OTRO CUALQUIERA


            Un principio como otro cualquiera, pero qué principio. Eso pensaba hace unas horas cuando después de mucho tiempo volví a reabrir la novela enseña de Julio Cortázar: Rayuela. La última vez que me interné en la aventura turbia, tóxica, pero hermosa del amor odioso, o del odio amoroso entre La Maga y Oliveira lo hice en París. Paseando por las mañanas los lugares en los que se movían los personajes del libro la noche anterior, mientras se removían en las páginas de la austera y comprimida edición de Cátedra que leía, y releía, en ocasiones en mi pequeña habitación de rue Titón, sobre Faidherbe Chaligny. No muy lejos de la zona por donde transcurre la primer parte de la obra. 

            Ahora la reabro de nuevo en la otra punta del mundo, de los mundos, pues no solo es el asunto geográfico el que separa una y otra lectura, sino que lo hacen varios años y algunas experiencias. Por supuesto, hay otro mundo imprescindible para entender el porqué de esta lectura, el de la obra. La novela se divide en tres partes; el lado de allá, el lado de acá y de otros lados. Por ello a forma de cerramiento de circulo vuelvo a caer en su páginas, ya me precipité en su interior en el lado de allá, en París, y en otros lados, cuando me acerqué a sus páginas por primera vez, en otras ciudades y otras épocas. Ahora me lanzo a sus brazos en el lado de acá. 
En cada una de las diferentes lecturas, ésta se ve, se saborea de diferentes maneras, con distintas percepciones. En la vida se va caminando y se va aprendido. Se van conociendo ciudades y personas. La primera lectura la realicé cuando no conocía apenas nada de la literatura Latinoamérica del siglo XX, desconocía como era París y Buenos Aires. En la segunda lectura ya sabía algo más de la literatura de la época y vivía en París, me paseaba por la ciudad con el libro encima como ya he dicho. Con él en las manos me acerqué sin saberlo a la losa de mármol blanco, simple y escondido que sirve de tumba a su creador. Con esta tercera lectura avanzo un paso más. Hoy ─ayer por la noche─, cuando abrí de nuevo la primera página de Rayuela, sin querer, sin saberlo ya la veía de forma distinta, porque en este caso no podré imaginarme Buenos Aires a mi manera, pues lo piso a diario, conozco las calles y los recodos por donde transcurre la vida de los protagonistas. Supongo que eso es vivir, crecer e ir adquiriendo experiencias, alegrías y disgustos. De niño cuando no sabes nada todo te lo imaginas a la manera que más te conviene. Según vas creciendo, y viviendo, muchas cosas ya no te las imaginas porque las conoces perfectamente, pero aún hay espacio para la imaginación. Y ya con el paso de los años, cuando el pelo se va volviendo plateado y escaso en las sienes, y las arrugas ganan terreno a la piel tersa no te hace falta imaginar, porque la vida ya te lo ha enseñado todo o casi. Eso sí, siempre que te fijes en los guiños que ésta te hace, que hagas caso a las señales y no vivas como si esto no fuera contigo. Con la literatura pasa lo mismo.

         Como les digo, el principio de Rayuela es un principio como otro cualquiera. Pero qué principio. Aquí se lo dejo:

             ¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.

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