Unos días antes de tomar el vuelo que me cruzaría el
Atlántico desde Londres a Buenos Aires, hice una cosa que suelo hacer a menudo,
sobre todo cuando me espera un viaje. Me pasé por la calle Mayor de Madrid e
hice una visita a uno de mis libreros de confianza: Méndez. Era una mañana
gélida de mediados del mes de diciembre, aterido de frio hice un descanso en mi
trabajo de investigación en el archivo subterráneo del Congreso de los
Diputados de la capital, y enfilé la carrera de San Jerónimo hasta la Puerta
del Sol. Conseguí abrirme paso tras zigzaguear entre los grupos de turistas que
abarrotaban la plaza a esas horas de la mañana, ampliando hasta el infinito las
colas de los que buscaban hacerse con un décimo para el cercano sorteo de
navidad. Tras las mesas plegables de camping que hacen de improvisados
mostradores, las vendedoras gritaban que llevaban los números de Doña Manolita,
su voz se escapaba entre los mimos disfrazados de superhéroes, y los mariachis
que destrozaban las canciones de José Alfredo desde primera hora de la mañana.
Así, observando una de las estampas más típicas de
Madrid en esos días del año conseguí llegar a la esquina de la calle Mayor,
acercándome en unos segundos a la librería de Méndez. Al entrar saludé como
siempre, y me quedé un poco parado. No había nadie en el interior, salvo el
librero. Se lo comenté mientras me quitaba la bufanda, él me contestó que para
estar a la vuelta de la equina las navidades la cosa estaba muy floja. La gente
lee poco, pero compra menos.
Después de curiosear por la zona de novedades pregunté al
librero-un tipo serio, con buen gusto y sabiendo en que se juega los cuartos-,
que qué me recomendaría para un largo viaje. Sin pensárselo un segundo, colocó
en mis manos la nueva edición revisada de El Quijote, la realizada por la Real
Academia Española. La ojeé tranquilamente sopesándola y finalmente le contesto
que sí, que me la llevo, nunca está de más releer a los clásicos. Al final
además de la obra de Cervantes, me agencié también una reedición de los ensayos
de George Orwell, la Novela de Ajedrez de Stefan Zweig ─que es uno de mis
libros favoritos─, y la última novela de Antonio Muñoz Molina, que viene
acompañada por una libreta de notas decorada con fotos sobre Memphis y Lisboa ─ciudades
donde trascurre la historia novelada─, realizadas por su mujer.
Bien pertrechado de literatura decidí tomarme un café
en La Mallorquina, sobre la esquina de la calle Mayor con la Puerta del Sol.
Uno de esos lugares que ya estaban abiertos cuando el atentado de Mateo Morral,
y que siguen cuidando y mimando sus productos como el primer día que abrieron
sus puertas en el año 1894. Allí comencé a ojear la nueva edición de El
Quijote, la misma que me acompaña en Buenos Aires en mis momentos de ocio, o
cuando tengo que esperar horas interminables para que me atiendan en algunos
lugares, como me ocurrió hace unos días en el Ministerio de Migraciones.
Ese día, cuando por fin mi número apareció en la
pantalla y me acerqué al mostrador correspondiente, un funcionario agradable
comenzó a preguntarme detalles sobre España, sobre mi ciudad, y después sobre
el libro que llevaba entre mis manos. Se lo mostré, me comentó que lo había
leído por primera vez en sus últimas vacaciones. No es un mal libro para
esperar ─añadió mientras sonreía─. Al acabar con la burocracia y salir a Puerto
Madero observé la portada del libro y pensé para mí que sí, que en esos casos
en los que no puedes compartir tu tiempo con tus padres, tu familia, tus amigos
o tu pareja, o quien sea que estés a gusto un buen libro como El Quijote es muy
buena compañía.
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