Imagínense tener en el
corazón de su ciudad un magnífico edificio Art Nouveau construido por un
insigne arquitecto italiano. Utilizando para ello técnicas innovadoras como el
hormigón armado, y rematado con los mejores materiales de principios del siglo
XX, decorado con los más lujosos mármoles y cristales italianos. Siendo éste además
el centro gastronómico, político, social y cultural de su país. Imaginen además
que de un día para otro, sin aviso previo, pusieran el cartel de cerrado por
vacaciones y nunca más volviera a abrir sus puertas. Pues eso mismo es lo que
le ocurrió a la Confitería del Molino en el centro de la ciudad de Buenos
Aires.
Cuando en el año 1848 abre las puertas una pequeña
confitería denominada del Centro, en el chaflán de las calles Federación y
Garantías ─actual Rivadavia y Rodríguez Peña─, poco o nada haría presagiar su
futuro brillante y triunfador en apenas un puñado de años. Pero mucho menos la
desidia y el olvido que sufriría un siglo y medio después. La humillación. El
lugar, la confitería comenzó a ganar su propia identidad al cambiar de nombre
en 1859. Pasó a conocerse en toda la ciudad como confitería antigua del Molino,
en homenaje al primer molino de harina que se instaló en la ciudad, que se
levantaba a escasos metros de ella. Aquel molino, el de Lorea le traería, sin
saberlo, una gran suerte y fama a la confitería.
Será en el año 1886 cuando dos factores importantes se
juntan y desembocan en esa esquina del barrio de Montserrat. La primera; que
los dos socios originales se quedarían en uno solo; Cayetano Brenna, un
prestigioso pastelero italiano, que hizo famoso su negocio con la creación del
pan dulce. La segunda; la unión con la familia Rocagliata, también de origen
italiano y muy bien posicionada en la sociedad porteña. Brenna como buen italiano, ahorrativo y perspicaz, con los primeros ingresos había comprado un solar con
una pequeña construcción en la esquina de la calle Rivadavia con Callao. Por
entonces Callao era una calle sin asfaltar y llena de árboles, donde decidió
abrir la nueva pastelería junto a sus nuevos socios. La idea primigenia parecía
abocada al fracaso, tras sacar la antigua confitería del barrio más castizo de
Buenos Aires, para llevárselo al principio del barrio de Balvanera, pero resultó finalmente ser
un éxito. Solo unos años después se terminaría la urbanización de la plaza del
Congreso, y frente a la confitería de Brenna se alzaba el majestuoso edificio
del Congreso de la Nación. En cuestión de semanas, el lugar se convirtió en el
nuevo centro de la capital porteña. Y su confitería estaba allí.
Detalle
de la fachada central del edificio.
|
El éxito fue tal que
ambos socios fueron comprando solares y edificios colindantes a la confitería,
tanto hacía el lado de Callao como de Rivadavia, haciéndose finalmente con todo
el chaflán y media cuadra hacía ambos lados. En 1915 comienzan las obras, pero éstas
no solo consistirían en unir todos los edificios en uno, sino que se llevaría a
cabo la construcción de un nuevo edifico completo sobre el viejo. Un encargo
que los socios ofrecerían al arquitecto italiano Francesco Gianotti, famoso en
la ciudad por la construcción del banco Comafi y la galería Güemes. La nueva
confitería, aún sin terminar, se inauguraría el 9 de julio de 1916, celebrando
así el centenario de la independencia de Argentina. Ese día estaba marcado en
rojo en el calendario de todos los porteños, la avenida Callao y la plaza del
Congreso se atestó de berlinas y viandantes que no querían perderse la
inauguración del edificio más característico de la ciudad: La confitería del
Molino.
Mientras el mundo estaba enfrascado en mitad de la
Primera Guerra Mundial, Argentina inauguraba el buque insignia del Art Nouveau
en su país, alargando de esta manera la vida de la Belle Époque fuera de la
vieja Europa ─se dice que la Belle Époque acabó en Buenos Aires el día que murió
el pastelero Brenna, en 1938─. El edificio de la confitería contaba con cinco
pisos, planta baja y tres subsuelos. En su interior, además de la confitería y
los salones, se construyó un obrador de enormes dimensiones, donde se
fabricaban todos los productos que se servían en el establecimiento, así como una
fábrica de hielo y un taller mecánico, además de los almacenes y la bodega
correspondiente. La parte superior se designó para oficinas y viviendas
particulares.
Detalles
decorativos y arquitectónico de la Confitería del Molino.
|
El edifico debía de ser imponente, en realidad a
pesar de la desidia, del abandono, la suciedad y del ultraje patrimonial sigue
siéndolo. Todas las puertas, ventanas, mármoles, cerámicas, cristalerías, pomos
y tiradores de bronce fueron traídos directamente desde Italia. A lo que se añadió
un detalle decorativo único, que daba al edificio una imagen y un color
especial, casi místico. Pues junto a todo esto llegaron también ciento cincuenta
metros cuadrados de vitraux ─vitrales policromados con colores pintados o
esmaltados a mano, que se unen entre sí por tiras de plomo fundido─. Detalles que
dotaban al lugar del más puro estilo de las vidrieras de las catedrales
góticas. La fachada, cubierta de piedra de París y ornamentada al estilo
veneciano, rematando la construcción con un tejado en mansarda decorado con
detalles dorados. El elemento principal, la insignia o marca de la casa en
mitad de la fachada principal; las aspas de un molino de fantasía que se movían
bajo el remate de la cúpula en aguja, cerrada también con vitrales
policromados. A pesar de ser incendiado durante el golpe de estado de 1930 se
reconstruyó, y reabrió, exactamente igual que antes de las llamas.
Allí se hicieron famosos dulces que ahora se pueden
consumir en todas la confiterías de la ciudad;
merengue, panettone de castañas, marrón glacé, el imperial ruso, o el
postre Leguisamo. Éste último fue una obra del maestro pastelero Brenna,
realizada por un encargo directo y exclusivo de Carlos Gardel, que quería
agasajar a su amigo el jockey uruguayo Irineo Leguisamo, de ahí el nombre del
postre. Pero Gardel no fue ni con mucho la única celebridad que acudía
frecuentemente a la confitería. Al estar junto al Congreso Nacional, muchos de
los políticos que asistían a las sesiones se convirtieron en habituales, sobre
todo los radicales y socialistas. También escritores y poetas como Leopoldo
Lugones, Amado Nervo, Oliveiro Girondo, Roberto Arlt o Ramón Gómez de la Serna.
Cantantes como el propio Gardel, tenores y sopranos como Tito Schipa o Lily
Pons, y personajes célebres de la política y el poder como Alvear, el Príncipe
de Gales, Humbero I, Lisandro de la Torre o Evita Perón. A la que interpretó
Madonna en la película Evita, grabándose algunas escenas en el local, y
aprovechando la cantante un parón en la producción del filme, para inmortalizar
en el videoclip Love don´t live here
anymore el majestuoso salón central
de la confitería.
Vista
del interior de la Confitería del Molino. Mediados siglo XX.
|
Al morir Brenna, regentó la confitería Renato
Varesse hasta 1950, y el pastelero Antonio Armentano hizo lo propio hasta el
año 1978. Éste último vendió el negocio a un fondo de comercio, que un año después
se declararía en quiebra y cerraría la confitería por primera vez. Así
permaneció hasta 1982, cuando los nietos del fundador se hicieron de nuevo con
ella y la reabrieron. Como ya contamos, en enero de 1997 cerraron por
vacaciones y nunca más volvió a abrir sus puertas.
Desde ese año la
construcción permaneció luchando contra la decrepitud, dando la espalda al
futuro y lamiéndose sus propias heridas. Los que lo conocieron en su época de
esplendor no pueden entender el porqué de esta desidia, de este olvido hacía
uno de los puntos referenciales del mejor momento de la ciudad. Los que no lo
conocieron abierto, se preguntaban ─nos preguntamos─ cómo sería ese lugar, cuál
sería su intrahistoria. Mientras tanto la construcción comenzaba a
desquebrajarse, a pudrirse de postergación y amnesia. Las esculturas de la
fachada comenzaron a desaparecer, las aspas del molino dejaron de girar, y los vitrales
hechos a mano, que en su día dieron otro color a la zona han comenzado a
caerse, o han reventado de odio ante los impactos de piedras y otros elementos
lanzados desde la calle por vándalos. La parte baja, la entrada a la confitería
permanece cerrada con vallas metálicas opacas, que recogen toda la porquería
que la gente lanza al suelo.
Por suerte en noviembre de 2014, el congreso llevó a
discusión el estado del viejo edifico de la confitería, Monumento Histórico
Nacional desde 1997. Y tras muchas discusiones se decidió –todos los
congresistas votaron a favor, menos uno que se abstuvo─, la expropiación del
monumento, para tras una concesión pública volver a restaurarla y poner la
vieja confitería del Molino en movimiento. Utilizando los pisos superiores ─las
antiguas oficinas y apartamentos─, para crear un museo histórico del lugar y un
centro cultural público para todos los ciudadanos y visitantes. A día de hoy no
parece que ese proyecto de reapertura se haya puesto en marcha, todo sigue
igual, tapado, despedazándose. Espero que se pongan pronto a ello, pues a pesar
de que la ciudad tiene muchas cosas por la que volver, disfrutar de éste
monumento de la historia y la conciencia argentina mientras tomas un café con un pedazo de Leguisamo, es
una excusa más que suficiente para retornar.
Interior
de la Confitería El Molino en el año 1982.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario