El reloj digital móvil se
intercalaba entre la fecha y los grados centígrados en un lento deslizar digital.
Rojo sobre negro. Marcado como un anuncio intermitente en la parte alta de la puerta
del vagón casi vacío en el primer viaje de la mañana. Marcaba prácticamente las
siete treinta.
El tren general Roca abandonaba la capital federal y se
internaba en la provincia, a punto de pasar por el partido de Avellaneda,
cruzaba sobre Riachuelo. El brazo del río de la Plata que se interna en los
barrios del este de la ciudad, llevando a los cancheros barrios de La Boca,
Barracas, Nueva Pompeya y Villa Soldati la humedad, el olor a agua dulce
mezclada con mar, y el sonido del croar
de ranas de otras épocas, como si en vez de en mitad de una de las grandes
urbes del mundo, nos encontráramos en un tranquilo campo.
El cielo en claroscuro veneciano, comenzaba a dejar paso
al clarear del día, las nubes empedradas que anunciaban futura lluvia sobre la
ciudad, se reflejaban impávidas y desdeñosas sobre las turbias y poco limpias
aguas del Riachuelo. Unas pequeñas barcas de recreo se alineaban en un mini
puerto flotante del lado de la provincia. Parecía un paisaje tenebroso de otro
siglo, nada se movía en él salvo el viento frío del amanecer otoñal. En el
interior del tren los pocos pasajeros dormitaban o repasaban documentos y
apuntes, últimas ojeadas antes de una presentación comercial o de someterse a
un examen parcial.
El tren se interna en la ciudad que da nombre al partido geográfico
entre las dos enormes canchas de Independiente y Racing, una azul y otra roja.
Ambas compartiendo colores blancos, menos prominentes pero significativos en
los sentimientos y las pasiones de muchos argentinos. Yo vuelvo mi mirada al
interior, hacia el libro de relatos abierto sobre la bandeja plegable. A veces , pienso, madrugar no es tan mezquino.
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