En la capital federal porteña, al igual que en La
Plata, capital de la provincia de Buenos Aires, hay menudeces, detalles, puntos
nimios que se esconden entre la sonrisa irónica y el sarcasmo de la historia de
la ciudad. Están ahí, a veces todos las conocen, se escriben artículos de
prensa dominical que los relatan, incluso a veces salen en guías de turismo.
Pero otras, la mayoría por suerte, permanecen ocultas. Cuando las descubres por
casualidad, o crees que las has descubierto te das cuenta de lo mucho que
desconocemos de los cómos y el porqué. Estos detalles no siempre tienen que ver
con logias, ocultismo o agrupaciones secretas, sino que simplemente son
detalles burlones, graciosos, que hace que la saliva comience a gotear por tu
colmillo… chop,chop,chop.
Al poco de llegar a Buenos Aires, cuando aún estaba
haciéndome a la ciudad, a sus medidas, a sus colores, a sus olores, y sobre
todo a sus calles y plazas, lo descubrí sin apenas darme cuenta. Acababa de
comer en un detestable restaurante entre la avenida de Mayo y la de 9 de julio.
Uno de eses que se venden como clásicos porteños y en el fondo son más falsos
que un billete de doscientos pesos. Hecho por y para turistas despistados. Hice
el panoli.
Al salir, decidí tomar la avenida y avanzar hacia
el oeste de la ciudad, en dirección a donde se encontraba la plaza del Congreso.
Sería la primera vez que la vería en mi vida, la primera vez que la pasearía. Después
de observar varios edificios maravillosos al final de la avenida, entré en la
plaza. Lo hice por el lado derecho, justo bajo el teatro Liceo donde se desplegaba
un enorme cartelón anunciando la obra teatral Parque Lezama. Pasé junto a la verja que separaba los jardines de
la plaza Lorea del tráfico, allí vi por primera vez a los cartoneros durmiendo
a plena luz del día entre sus colchonetas sucias y raídas, esperando que cayera
la noche para comenzar a recolectar la mercancía que los alimentaría de mala
manera. Desde su pedestal en mitad de la plaza, vallada y ajardinada, el
gobernador José Estrada lo observaba todo en
forma de bronce.
Continúe con mi paseo, y crucé la calzada entre los taxis
negros y amarillos que circulaban por el lateral derecho a poca velocidad, casi
parados, con la luz verde encendida sobre la chapa. Esperaban recoger algún
cliente que les hiciera cruzar toda la ciudad, y hacer que ese día de verano y
poco trabajo valiera la pena.
En el centro de la plaza del Congreso, o de los Dos
Congresos como se suele llamar de forma oficial, pues al lado izquierdo del
majestuosito y cupulado edificio del congreso de la nación se levanta un
paralelepípedo, envuelto en un traje de mármol marrón y ventanas tétricas y
sucias, donde se sitúa el senado de la república. Como supondrán el lugar está
blindado de policías, pero también lo está de basura. Las partes bajas del
edifico del senado, junto donde se abre la puerta que da entrada a la
biblioteca del congreso y el senado nacional, se acumulan cada noche montones
de vasos, botellas de cristas y plástico. El lugar se va convirtiendo en un verdadero
vertedero según avanza el día, ya que los pocos barrenderos que trabajan por la
zona no dan abasto para detener su crecimiento.
En mitad de la plaza, justo frente a la entrada principal del
edificio del congreso, se levanta un complejo escultórico de mármol blanco
rematado por una gigantesca escultura de la Mariane. La dama republicana porta
en la mano derecha una rama de olivo. Rígida, magistral y tocada por un gorro
frigio. A los pocos metros de sus pies, un
pequeño monolito recuerda que allí se encuentra el kilómetro cero argentino.
Iba caminando por el centro de la plaza, pensando en la similitud de los
monumentos de la plaza argentina con otros europeos, al fin y al cabo la
relación de ida y vuelta está más que reconocida, necesaria en muchos casos
para los habitantes de ambos continentes, cuando lo vi.
Más allá, casi en el borde ovalado de la plaza,
frente a la avenida de Mayo, entre los arbustos y árboles que dan sensación de
plumón urbano a la zona, pude vislumbrar una réplica de la escultura El
Pensador del francés Rodin. Una escultura que no por vista en demasía deja de
sorprenderme. En mi época parisina, el jardín de la casa del escultor, donde
se encuentra el original de bronce, junto a Los Inválidos era uno de mis lugares preferidos para
sentarme a leer distraídamente, o para pasear con la mente puesta en otra cosa
y la vista posada en el perenne pensador.
Al abandonar la plaza y volver sobre mis pasos con
dirección a San Telmo, caí en la cuenta de uno de esos detalles irónicos que
nos brinda la ciudad. Una tontería posiblemente, pero que en ese momento hizo
que mientras paseaba entre cafés y quioscos, se me dibujara una sonrisa burlona
en la cara. Acaba de caer en la cuenta de que El Pensador, el símbolo del
sentido común y del buen hacer, estaba dando totalmente la espalda al senado y
al congreso de la nación. Aún me pregunto si su colocación en esa pose concreta
fue hecha, o no, de forma consciente.
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