Hay
un novelista y académico de la lengua española, que siempre se ha negado a que
su nombre aparezca en placas de calles, barrios, parques, colegios o
bibliotecas. Me consta que se lo han ofrecido en ciertas ocasiones, y que siempre ha declinado la oferta esgrimiendo la
misma escusa; no quiero quedar retratado por un consistorio, grupo político o
lo que toque, para que cuando venga otro con diferentes gustos o ideas que el
anterior elimine mi nombre para poner otro. Sirviendo el asunto para que
diferentes grupos hagan su guerra, y usen mi nombre y obra como arma arrojadiza
entre ellos.
Cuando
paso por este lugar no puedo dejar de pensar en la frase del intelectual
español. El lugar en cuestión, junto a la parte trasera de la Casa Rosada y la
esquina roja y blanca de Luna Park, es el primer recuerdo que tengo de Buenos
Aires. No llevaba ni una hora en la ciudad cuando el autobús de Tienda León, que
hacía el servicio de traslado de viajeros entre el aeropuerto de Ezeiza y
Puerto Madero, me plantó frente a ella.
Entre las caóticas, mastodónticas y a según qué horas peligrosas estaciones de
ferrocarril y ómnibus de Retiro.
Enmarcando
la zona, mitad majestuosa, mitad desvencijada, se levanta la antigua Torre de
los Ingleses en mitad de la vetusta plaza Británica. O lo que actualmente es lo
mismo; la Torre Monumental, en mitad de la plaza de la Fuerza Aérea Argentina.
Entre la avenida del Libertador y la calle San Marín, a unos metros de la
conocida y concurrida calle Florida.
La
torre se levantó en ese lugar para la conmemoración del primer centenario de la
revolución del 25 mayo. La costearon los ciudadanos británicos de la ciudad en
homenaje a ésta. Curiosamente el recinto que la alberga era el lugar donde se
encontraba la extinta plaza de toros de
la ciudad, que dejaría paso a la construcción de los viejos cuarteles de las
fuerzas patrióticas, donde se organizaron las tropas a manos de Liniers para
expulsar a las tropas británicas de Buenos Aires, tras las invasiones de 1806 y
1807.
La torre conmemorativa, como casi todas estas obras,
se inauguró con retraso, concretamente en 1916, seis años después. Aunque aquí
hubo una excusa potente y triste como fue el estallido de la I Guerra Mundial,
y sobre todo que la compañía de gas que instalaba su servicio en la zona, solo dejó
expedita la plaza en 1912. La torre de estilo palladiano típico inglés, se colocó
sobre una plataforma de cuatro escaleras, decorada en sus cuatro paredes con frisos,
que alternan la decoración tradicional de metopas y triglifos clásicos con
otras de carácter inglés, como son los emblemas del Imperio Británico. En la
parte superior hay un reloj con cuatro esferas, puesto en funcionamiento por
los famosos relojeros argentinos Kopp e Insúa. Para dar las horas usaban un
juego de cinco campanas de bronce, que imitan a las de la abadía de
Westminster. La torre está coronada por una cúpula octagonal, rematada por una enorme
veleta en forma de fragata.
Todo permanecía en su continua tranquilidad espacio
temporal, sin importar los cambios de gobiernos, de ideologías o de sistemas
democráticos o dictatoriales, hasta que se produjo la invasión de las Islas
Malvinas por parte del último gobierno de facto. Los responsables de la ya
herida de muerte dictadura militar, que en vez de asumir su final y marcharse,
decidieron seguir con el plan de la huida hacia adelante, algo que solo trajo
mentiras, falsas ilusiones y muertes. Muchas muertes innecesarias, mientras se
engañaba a la población vendiendo la batalla como ganada, cuando en realidad
los soldados argentinos jamás tuvieron una mínima posibilidad de salir
vencedores.
Uno
de esos días de 1982 la población
enfurecida por las muertes infligidas en el conflicto del Atlántico Sur, con
las islas igual de pérdidas que al principio, pero mucho más manchadas de
sangre y con un odio interno que cada vez era más externo, se lanzaron a las
inmediaciones de la plaza Británica y de la torre de los Ingleses.
Ese grupo de hombres repleto de odio hicieron lo que
se hace siempre en estos casos, matar al mensajero. Pagando su ira contra el
patrimonio de su país, intentando destrozar y quemar la torre de los Ingleses.
Un símbolo de su independencia y de su historia, que pagó casi con su destrucción
la sinrazón de unos militares que abocaron a la muerte segura a muchos hombres,
solo por alargar un poco más la agonía de su gobierno impositivo. Como si la
culpa de la guerra de las Malvinas hubiese sido de aquellos ingleses que casi cien
años antes regalaron el monumento a los argentinos, a su historia. Como si
llevar un nombre u otro lo hiciera más o menos culpable de lo que ocurría en
ese mismo momento. Y como dándole la razón a las hordas de salvajes destruye
patrimonio, el gobierno de turno decidió cambiar el nombre a la plaza y a la
torre. De nuevo la estupidez estoica de políticos y las ganas de sangre de la
turba se salieron con la suya, y esta parte de la ciudad fue rebautizada por la
fuerza.
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