En los días de dolor de cabeza lo mejor que puedes
hacer ─si puedes─, es relajarte en casa, apagar todos los dispositivos y
tumbarte a descansar durante un tiempo en la cama o en el sofá. Si puedes
dormir un poco, miel sobre hojuelas. Pero hacer algo tan simple como esto a
plena luz del día, y en una ciudad como Buenos Aires es una tarea complicada,
por no decir imposible. El ruido de los colectivos desencajados bajo tu ventana,
con motores roncos que tosen al expulsar el humo negro de sus viejos motores,
se mete por cualquier resquicio de las ventanas y las puertas. Las obras de las
calles ─perennes obras en la ciudad─ que otros días a penas sientes, que tienes como un sonido más en tu quehacer
diario, hoy son martillazos en tu cabeza dolorida. Y los verdaderos martillazos
de tu vecino del quinto, ése que lleva desde las ocho de la mañana ensañándose
cruelmente con algo que no adivinas a saber que es, se te clavan como agujas
incandescentes en alas sienes ¿Qué elemento de un hogar por duro que sea, puede
aguantar los envites de un martillo con cabeza de hierro fundido durante más de
seis horas?
Al fin decides que estás peor ahí que en la calle,
y te dispones a salir. Pasear un rato, que el viento fresco del otoño te
espabile suavemente mientras caminas por un jardín o una plaza ajardinada. Si
hay un poco de suerte ─piensas─, esta caminata te dejará fresco y lucido para
meterte de lleno en tu trabajo. Pero no, al salir a la calle todo empeora, las
obras se multiplican, las sirenas revientan a tu lado, los golpes metálicos se
reproducen como Gremlins empapados a media noche. Mientras avanzas hacía la
parte alta de la ciudad, las grandes avenidas aparecen congestionadas, repletas
de coches, colectivos, ómnibus y motos que quieren pasar los primeros a pesar
de ser eso imposible. Creen que aporreando sus cláxones el paso se les va a
quedar expedito. Como si el agente de tránsito vestido de amarillo fluorescente
y con una gorra ridícula ─que más que un agente del orden parece el pitcher
titular de los Olmecas de Tabasco, que ha llegado tarde de jugar la final del
campeonato nacional─, les pudiera abrir el mar de coches al más puro estilo
bíblico porteño.
Tras saltar los atascos, los cláxones, los gritos de
los ocupantes de los automóviles y los ruidos de obras de la gran urbe, llegas
a tu lugar de trabajo. Te escondes en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional a
dos pisos bajo el suelo y, solo entre los viejos libros y el total silencio,
sientes por primera vez que el dolor de cabeza remite. Casi puedes notar como
se desinfla poco a poco el balón de playa en el que se ha convertido el
interior de tu cabeza. Y así, dolorido pero un poco aliviado, llevas a cabo tu
tarea, para al terminar disponer el viaje de vuelta hasta tu casa. Por suerte
al llegar ya ha anochecido, la terraza
abierta deja entrar un viento reconfortarle, el ruido de la calle ha disminuido
casi a la mínima esencia y el vecino del quinto ha acabado de destrozar toda la
casa y descansa. En ese momento, ya tranquilo, no recuerdas la mala idea de
salir a la calle, a la jungla, en ese día en que un dolor de cabeza no te dejaba ni
caminar.
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