Es uno de los personajes perennes del barrio de San
Telmo, uno de esos, que ya he comentado en alguna ocasión, suelo observar
cuando sentado en algún café o terraza del barrio oteo la flora y la fauna de
la zona. Gardelito se hace llamar, no conozco su verdadero nombre, posiblemente
casi nadie de los que lo tratan normalmente lo sepan. Para todos es Gardelito,
y a él le gusta ─le encanta─ que lo llamen así. Se le nota en la cara, en la
sonrisa y en el brillo de los ojos cuando lo escucha.
No sé cuál es su edad, pero le calculo unos setenta
y cinco años, tal vez más. Siempre ataviado de un elegante pero viejo traje, en
ocasiones blanco, otras veces marrón. Negro las menos. Tocado con un estiloso
sombrero de fieltro. Siempre la misma corbata de estampados imposibles en
rombos y filos dorados. En la punta de ella, comienzan a verse los primeros
hilos deshilachándose sobre la camisa blanca, amarillenta del uso y los
lavados. Zapatos negros, apagados casi mates del uso, pero siempre bien untados
en betún y sin una mota de polvo. El limpiabotas del Dorrego, en la esquina de
Humberto I y Defensa, se los lustra casi a diario de forma gratuita, mientras
conversan animadamente. Los observo desde mi mesa, y me parecen viejos
camaradas de batallón, de esos que fumaron tabaco negro sin filtro en una
trinchera embarrada, llena de chinches y piojos.
Cada día a excepción de los domingos, que cambia de
ubicación por la celebración de la feria semanal del barrio, se coloca en los
alrededores de plaza Dorrego, el epicentro del porteño y canchero barrio de San
Telmo. Siempre con su altar repleto de fotos de viejos tangueros y milongueros
de la ciudad. Supongo que a muchos los trato a menudo, que algunos serían
incluso amigos. Pero sobre todas, resaltan las imágenes de Carlos Gardel,
abundan en las que el morocho aparece joven, con los ojos vivos y la piel
tersa. Por supuesto también decora su esquina con fotos propias de juventud, en
blanco y negro. Mirar las fotos del
desaparecido mito musical, y la cara de Gardelito, te lleva a pensar en el paso
del tiempo, en el peso lapidario del avance de los años. El viejo músico avanza
despacio, cansado, un poco encorvado hacía adelante, con las manos arrugadas
que sujetan la guitarra casi con dedos rígidos y agarrotados. Tal vez sea por
ello que la guitarra no vibra como debería, no suena con pureza ni limpieza. Su
voz rota por los años, y la vida difícil, se aleja muchísimo del vozarrón de
los años pletóricos de su ídolo.
Cada vez que pago mi cuenta, y me levanto enfilando
la calle empedrada que me lleve hacía la parte alta de la ciudad, paso a su
lado saludándolo y pienso que su voz no es buena, que sus dedos apenas lo responden.
Pero igual él sigue ahí cada día haciendo lo que le gusta, y eso, más allá de
que lo haga mejor o peor merece un reconocimiento.
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