Me llama mucho la atención ver anochecer en
diferentes partes de la ciudad de Buenos Aires. No se preocupen que no me voy a
poner romántico ni empalagoso, el ver anochecer en diferentes lugares de la
ciudad me sirve para observar la idiosincrasia de los diferentes barrios y sus
habitantes. Nada más.
Es cierto que el cielo se oscurece de la misma
manera en toda la urbe, pero los olores, los sonidos, las sensaciones son
totalmente distintas en cada barrio, aunque sean colindantes. Por ejemplo en mi
barrio, Montserrat, cuando anochece empiezan a sonar los ruidos de las cortinas
metálicas al caer, al chocar contra el cierre del suelo de las tiendas de telas
y tejidos al por mayor. Los motores roncos del colectivo treinta y nueve, que
trae a la gente desde el oeste de la ciudad de regreso a sus casas en Barracas
después de un día de trabajo, se entremezclan con los ruidos de los carritos
destartalados de los cartoneros que comienzan a juntarse en la esquina de
Alsina con San José, para tomar las primeras Quilmes de la noche antes de
empezar a recorrer todos los contenedores del barrio. En Boedo, Caballito o
Almagro huele a trabajo y a madrugones, a recogerse pronto para abrir el
mercado de abastos o las tiendas de las galerías comerciales de toda la vida, ésas
que separan la calle Rosario de la avenida Rivadavia y donde vendedores y
compradores se conocen desde siempre. Ese anochecer suena a la radio encendida
en los últimos quioscos de libros de viejo, que aprovechan hasta última hora
para intentar arañar unos pesos a algún comprador trasnochado.
En San Telmo el anochecer suena a milonga recién
rasgueada, huele a pizza y a carne al carbón. La humedad pegajosa, tanto en
invierno como en verano, sube desde el río y se apodera del barrio. Suena a
turista despistado en el límite de lo recomendable y lo peligroso a esas
horas, más si cabe con un plano en las manos y cara de no saber por dónde se
anda. Barracas, Nueva Pompeya y La Boca exhalan a noches cancheras, de
colmillos afilados y tango de la guardia vieja a la luz de un farol. A estación
de ferrocarril sucia y atestada de viajeros, que salen y entran de la ciudad.
Huelen al agua estancada, casi pútrida, de Riachuelo y suena al croar de las
ranas que lo habitan y que son más arrabaleras y castizas que Quinquela y Juan
de Dios Filiberto juntos.
Palermo y Recoleta huelen a jardines húmedos tras el último
salto de los aspersores. Suenan a conversación de terrazas y música de boliches,
que en ocasiones se revuelven con ruidos y exabruptos extraños, tropicales o africanos
que se escapan de entre las rejas egoístas y sádicas del zoo.
Pensaba en ello mientras paseaba entre los diques del
viejo Puerto Madero, que del viejo solo tiene eso, el nombre. La noche caía en
el barrio porteño, sobre los remodelados silos de ladrillos rojos, mientras
sonaba el tintinear de las copas y los cubiertos, que cuidadosamente colocaban
sobre las mesas de madera los camareros y camareras en los lujosos restaurantes,
esos que habitan ahora los antiguos almacenes portuarios. Huele a cocina de
autor y a hamburguesas de comida rápida. Suena a los gritos de los niños que
corretean alrededor de la estatua de Anna Frank en el jardín de la Reina de
Holanda, y que se entremezclan con la respiración entrecortada de los
corredores principiantes, que más que disfrutar del deporte a punto están de
gritar si hay algún médico en la sala. Al final del muelle, donde la oscuridad ya
se apodera prácticamente por completo de los altos rascacielos que separan el
barrio del de Retiro, se yergue la torre de cristal de uno de los principales
bandos del país, iluminando su logotipo como un faro rojo, inservible en mitad
de un puerto inútil a estas alturas de la película.
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