Es el día a día de la
ciudad de Buenos Aires: las marchas y las protestas contra algo, contra
alguien, o a favor de algo o de alguien. Podría decir que son casi diarias, e
incluso que hay jornadas donde son varias, las que llenan las calles de la
ciudad de gente buscando sus derechos o defendiendo sus intereses.
Si alguien me preguntara que es lo más típico para hacer
en Buenos Aires más allá de lo típicamente turístico, le contestaría sin pensarlo,
que sería meterse sin comerlo ni beberlo en mitad de una manifestación o una
protesta. Por suerte, la mayoría de ellas son pacíficas y solo buscan hacer
ruido, hacerse notar, y conseguir hacer valer sus premisas.
Además en Argentina es año de elecciones, de todas: ayuntamientos,
gobernadores, intendentes, terminando con las presidenciales. Lo que hace que
el país sea un polvorín, cada día se presenta una candidatura y cada día la inflación
es más alta, el peso vale menos y los impuestos son más altos e injustos. Lo
que hace que se planteen paros generales en diferentes sectores como el
transporte, los bancos o los judiciales cada pocas semanas. No es raro pasar
por las oficinas del gobierno, o de las sedes judiciales, y encontrar carteles pidiendo
mejoras laborales y justicia para los trabajadores.
Me dicen que aquí es lo normal, que la política está muy
metida en la sociedad, que las protestas son tan normales como respirar, y que
da igual gobierne quien gobierne. La culpa la tienen unos u otros, dependiendo
el pie con el que cojee el que te lo
cuente, como siempre y como en cualquier país del globo, lo normal por otro
lado. Pero sin duda, y eso me lo he planteado siempre, es que algo funciona
mal, o no funciona directamente, cuando sea quien sea el que gobierne tiene las
calles llenas de gente protestando por su forma de actuar, por su forma de
gobernar o de subir los impuestos. Porque a lo mejor el problema no es que la
culpa sea de unos o de otros, sino de todos. Tal vez escuchando, tomando nota y
preguntado, simplemente eso, interesándose y escuchando a todos los ciudadanos
y a los partidos que forman el gobierno a todos los niveles. Escuchar y
respetar, algo tan sencillo y tan difícil en una sociedad donde el síndrome hedonista
se apodera de los supuestos líderes con aires de grandeza, y estos a su vez gobierna
ciudades, provincias y países como si éstos les pertenecieran a ellos, y no a
las personas que lo habitan y lo mantienen con su esfuerzo e impuestos. Una
forma incorrecta de ver el poder aquí y en la mayor parte de los lugares del
mundo.
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