Siempre he visto a Pepe Mujica como un francotirador
solitario, un tipo discreto que se mueve sigiloso por la vida, intentando pasar
desapercibido, cargando sobre su ya vieja espalda un fusil de largo alcance,
con una gruesa canana repleta de balas con un calibre lo suficientemente grueso
para alcanzarnos en la distancia, superando cualquier barrera moral. Unas balas
repletas de sentido común, que el viejo Pepe dispara desde la bonhomía y que a
muchos nos alcanzan de lleno. Casi a bocajarro.
Pero Pepe
no es un francotirador al estilo yankee, de esos que se cargan a los malos al
final de la película, salvando el mundo de los tipos malvados que quieren
acabar con el capitalismo. No, Pepe es un francotirador paciente, comprometido,
coherente y sobre todo lucido. Y como francotirador lucido, como luchador que
se interna en total soledad en el campo enemigo (el de la política deshonesta,
que solo se mueve por y para el dinero),
sabe que en cualquier momento llegará su hora. Que en algún instante sus
más fieros enemigos lo atacarán intentando acabar con él, que llegará el
pogromo a la casa del justo. Pues el honesto, el humilde en el mundo podrido de
la política actual es un estorbo, un continuo apuntar con el dedo y sacar a
flote la arrogancia, el mal carácter, el egoísmo y la falta continuada de ética
y moral que se esgrimen como bandera de
partida y buen gobierno. En la sociedad en la que vivimos no haya sitio para el
intelectual crítico y mordaz, para el periodista preguntón y moscacojonero,
para el historiador incisivo. Mucho menos lo haya para el político honrado. Por
eso, desde el primer momento que se lanzó a disparar balas de sentido común, Pepe
guardó una última de ellas en su humilde chaqueta de cuadros. Esa bala tiene
grabado su nombre y su apellido, solo falta labrar en ella la fecha del día de
la detonación. El momento en la que se la auto disparará, si es necesario,
antes de caer en las garras del oprobio y de la náusea que ofrecen sus
contrincantes. Morir defendiendo la honradez y las ideas tal vez suene
demasiado romántico, pero cuando lo contrario es morir vendido a la corrupción
y la doble moral, lo primero suena necesario. Hay que ser cauto, pero como bien
dice él: posiblemente me equivoco, pero al menos déjenme vivir en la utopía.
Un tipo que valora la libertad, tanto física como
mental sobre todas la cosas. Que aprendió a vivir encerrado en un zulo de
apenas dos metros cuadrados durante casi quince años, y lo que más le dolió fue
que en siete de esos años no le permitieron leer un libro. Contaba hormigas
para no volverme loco ─dice─. Un tipo como él, que valora el tiempo por encima
de la plata es un peligro para la sociedad que hemos dejado que nos creen para
mantenernos engañosamente felices. Porque como asegura el viejo presidente, los
caprichos no los pagas con dinero, sino que lo pagas con el tiempo que tardas
en ganar ese dinero y al hipotecarte enajenas tu libertad. Con ello no hace
apología de la pobreza, su mayor lucha siempre ha sido acabar con la pobreza
crónica, sino que hace apología de la libertad. Revelándose cuando las cosas se
entreveran, cuando las decisiones políticas se toman para hacer plata y no para
mejorar la vida de los ciudadanos. No comprende ─como tampoco muchos lo hacemos─,
que la mayor empresa pública que es el gobierno de una nación, piense y actúe
como una corporación privada.
Tras un rato charlando sobre la biografía que han
escrito sobre él ─Una oveja negra al
poder─, la cual confesó no haber leído entera aún, pues añadió entre
chanzas, medias sonrisas y mirada picara, la habían escrito dos periodistas, y
el periodismo actual solo busca entretener y no informar, rozó el libro con los
dedos y recordó su soledad en prisión, su forma de aprender a luchar, y a
pensar; pasé diez años en un calabozo, la
noche que me ponían un colchón estaba contento, y aprendí a resistir, a vivir.
Dice serio con la mirada un poco turbia, oteando el horizonte. Allí se hizo un
hombre, dándose cuenta de que lo importante no es enfrentarse a la vida cargado
de posesiones físicas, sino que hay que ir liviano de equipaje y muy cargado de
sentimientos, de sentido común y de ganas de luchar por lo que uno cree.
Al acabar, Pepe avanzaba andando a trompicones,
caneándose hacía los lados ─está a punto de cumplir los ochenta y su vida no ha
sido fácil, ni en lo físico ni el psíquico─. Se fue por una puerta lateral,
donde un coche lo esperaba. Iba rodeado de gente, seguridad, amigos, personas
que querían saludarlo, tocarlo, darle las gracias. Él intentaba atender a
todos, sonriendo afable, siempre ofreciendo unas palabras calurosas. Pero según
avanzaba poco a poco sobre la moqueta iba mirando al suelo, fatigado. Tal vez
recordando los casi quince años de soledad que pasó en la celda por luchar
contra el gobierno del dictador Areco, tal vez echando de menos la tranquilidad
de su chacra con su perra coja Manuela, sus libros y su Volkswagen azul cielo.
Por cierto, lo primero que hizo Pepe Mujica al
llegar al recinto de la Rural de Buenos Aires, donde se celebraba la Feria del
Libro y por ende su acto, fue pasarse por la boletería. Hacer la cola correspondiente,
y pagar su boleto para entrar al recinto en el que ese día era él la estrella
invitada. Como siempre, el buen francotirador paciente intentó pasar
desapercibido.
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