Hace
unos días leía un artículo de prensa que hablaba sobre una villa miseria, la situada en noroeste de la ciudad de Buenos Aires, justo bajo la autovía Illia. Creo
que en ciertos comentarios los periodistas faltan a la verdad, o al menos no
la cuentan la completa, sino mediante una mirada sesgada y cargada de estereotipos. Supongo que por falta de
información y no por la búsqueda del morbo. Al menos eso quiero pensar.
Estuve
hace no mucho en la Villa 31. Está a tiro de piedra de la Estación Retiro, junto
a la plaza de San Martín, y no muy lejos del lujoso barrio de la Recoleta, frente
a la avenida del Libertador y la plaza Francia. Puede que sea considerada la
villa más peligrosa como dice el artículo, porque es la que más cerca se
encuentra del centro de la ciudad. Puedes ir allí andando desde el obelisco y
no tardar más de media hora en completar el recorrido. Y supongo que, también como narra el artículo, se puede considerar como en la que más paco se
consume. Pero el paco, esa pasta base de la cocaína muy similar al caballo que
hizo estragos durante los 80 en España, es una lacra que se expande como el
fuego en el conurbano, arrasando con la vida de los jóvenes sin futuro. Por ello
no les discuto que sea la que más consume, pero si lo dudo mucho. Sino lo creen, que se
pasen por la Villa de Puerta de Hierro, en San Justo al suroeste de la ciudad,
y verán cómo se equivocan.
Desde luego
la Villa 31 no es diferente a las villas de la Matanza, o a las de la autovía que
va a la ciudad de La Plata. Por cierto, eso de la gente en completa
desnutrición sí que es bastante exagerado, pues en las villas se mueve el dinero
y se abren los negocios como en Capital Federal. Una villa es una ciudad en sí
misma, y la gente también trabaja allí, compra, vende y algunos mendigan, como
en el centro. Incluso a muchas de ellas llega el trasporte público, colectivos,
ómnibus, y ferrocarriles. Hay quioscos de alfajores, puedes comprar celulares,
recargar el sube, cortarte el pelo o comer en una parrilla. Su principal
problema son las mafias de la droga que se mueven por su interior sin que el
estado haga nada. Son el Estado y el gobierno de la ciudad los que han
permitido que la serpiente ponga y encube los huevos, y ahora es demasiado
grande para sacarla del nido. Al menos sin que caiga con ella también algún político
o miembro del gobierno de turno. Y sí, es cierto, por las noches la cosa se
pone heavy, como dicen por aquí, en su interior. Pero también se pone así de
complicadas en Constitución, y en Once por ejemplo, dos barrios situados en el centro
de la ciudad de Buenos Aires, donde se levantan dos de las principales
estaciones ferroviarias del país, y que nadie considera zona de miseria.
En casi ninguna villa la desnutrición es un
problema grave, puede haber casos sin duda, los hay también junto a mi casa
entre las avenidas de Mayo y 9 de julio, pero nadie parece preocuparse de eso.
Solo algunos vecinos bajamos algo de comida, o leche periódicamente, para que
al menos alimenten a los niños que los acompañan. La gente que vive en las
villas son personas afectadas por la falta de trabajo a lo largo de la historia,
y por las bárbaras crisis financieras que tan normales son en la Argentina, y cuyos
únicos culpables son los pésimos gobiernos que lleva enlazando el país desde
hace más de cincuenta años ─tal vez me quedo corto─, y de los palmeros que los
votan a cambio de un choripán y una gaseosa
Esta villa, la 31, nació a principios del siglo XX,
concretamente en 1920, y ni con esas es la más antigua de la ciudad. Originalmente
en ella vivían obreros que trabajaban en el cercano puerto de nueva
construcción, y que sustituiría al caduco Puerto Madero. Por entonces se la
conocía como Villa Desocupación, y más tarde la denominaron Villa Esperanza.
Gente honrada y trabajadora, que con la llegada del crack del 29 se vio rodeada
de pobreza y de falta de empleo. La única esperanza que les dejaron en la
Villa, fue la del nombre.
Las cosas mejoraron con los años, un poco al menos, pero
mucha gente con trabajos penosos no pueden permitirse pagar uno de los
alquileres desorbitado del interior de la ciudad, y se ven abocados a la villa
a pesar de que trabajen y estudien. La mayoría de las personas que viven en
ellas son gente normal, con problemas económicos y trabajos mal pagados, familias
que si quieren dar una vida mejor a sus hijos, con educación y lejos de la
calle, deben vivir allí, e ir ahorrando algo de plata para ofrecerles a sus
retoños la oportunidad que ellos no tuvieron. Por supuesto hay gente que vive
allí por gusto, que se benéfica de la pobreza adquirida a base de años y
políticas necias, y que trafica con droga. Gente que crece económicamente destruyendo
a mucha juventud, deglutiendo sus vidas abocadas al fracaso desde su nacimiento.
Pero no son la mayoría ni de lejos, aunque sean los que hacen más ruido, y más
daño. Y por eso siempre salen a relucir.
Pero hay que ir más allá del muro de ladrillo que
separa ambos mundos, evitar que los árboles no te dejen ver el bosque. Se debería
pasear por ellas, y no solo ir de pasada, antes de escribir algunos artículos
que lo único que hace es estigmatizar a la gente buena que vive allí. Marcarlas
de por vida. Hacer que sean mirados con asco y miedo cuando cruzan el muro del
gueto en el que la sociedad les ha encerrado, para internarse, buscando una vida
mejor, dentro de esa otra falta sociedad del éxito y del consumo. Un lugar
llamado “ciudad civilizada” que hemos propiciado a la vez para sentirnos
seguros, falsamente seguros. Tal vez si vieran más allá de los típicos tópicos,
pudieran escribir un artículo donde los villeros no sean solo los culpables. Enterándose
que la mayoría son víctimas de una sociedad más preocupada de otras cosas que
importan más, pero que son menos importantes.
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