La imagen habla por sí sola, o eso creo, ustedes
dirán. No es que éstos jóvenes vivan en macro mansiones del centro de la
ciudad, y por ello se dediquen a coleccionar mascotas. Tampoco son activistas
de movimientos animalistas, de los que usan sus tardes de asueto para sacar a
los animales de sus cárceles perreriles, llevándolos a pasear por los
principales parques de la urbe, e intentando reinsertándolos en la sociedad que
los ha postergado al ascetismo de jaula comunal y cereales multivitamínicos de
marca blanca. La trena de los chuchos, donde pagan ellos las consecuencias de
la inconsciencia, y la estupidez, estoica de los que un día fueron sus dueños.
Son simplemente víctimas
─ambos, paseador y paseado─, de la nueva estupidez del ser humano. Otra más. Aunque
en ocasiones pienso que hablar de humanidad y estupidez es redundante, pues
como comprenderán este nuevo empleo posmoderno es fruto de la necedad más
hiriente, porque en esta ocasiona afecta a un tercero. El perro.
Me explico. Estos jóvenes que, en la foto, cruzan
sobre el paso de la avenida del Libertador para situarse en la vereda de la
Biblioteca Nacional de la República Argentina, son trabajadores. Su empleo
consiste en pasear los perros de los vecinos de los barrios altos de la ciudad,
normalmente los de La Recoleta, Belgrano y Palermo. Van recogiendo las mascotas
por varias casas del barrio en cuestión, y de esa guisa, como si llevaran una
manada de lobos amaestrados de diferentes tamaños y colores, recorren las
avenidas y parques principales de la parte norte de la ciudad.
Vaya por delante que
me parece fantástico que los chicos se busquen la vida paseando los perros del
prójimo. Lo que ya no me gusta tanto, y me gustaría señalar, es la actitud de
los dueños de los animales para con sus mascotas. Para qué quieren ─me preguntó
mientras les observo perderse en la lejanía─ un perro. ¿Será para que les
reciba alguien con verdadero cariño cuando llegan a casa? Tal vez sea para tener un verdadero
amigo que le escuche y nunca le falle. Supongo que hay vidas en que el único
que hace esa labor de amistad es el perro. Si no es así, no me lo explico, no
comprendo que lleva a una persona a ser tan egoísta de comprar un perro ─porque
claro, estos son todos de pedigrí, y de “marca”. No son de los recogidos de las
calles, o de las perreras donde viven los últimos minutos de su vida, esperando
que un alma caritativa los salve de la inyección letal en la prórroga de su
existencia─, y después olvidarse de sus necesidades más primarias y necesarias.
Ni siquiera se preocupan de pasearlo, se lo
engalgan a otros a cambio de un puñado de pesos que a él ─o a ella─ no le
suponen nada dentro de su sueldo galáctico. Nunca he podido entender por qué
personas que no tienen tiempo libre en su vida, o que no quieren buscarlo, se
empeñan en tener un animal a su cargo. Un animal que pasa la mayor parte de su
existencia solo, sin jugar con nadie, sin recibir las caricias que necesitan, y
sin que sus dueños los saquen a pasear ni una sola vez en su vida.
Y sin embargo, conociendo a estos animales, estoy
seguro que a pesar de todo, del olvido, de la desidia, de la ineptitud, del
olvido consciente, cada vez que su dueño abra la puerta de su casa éste lo
recibirá como si entrara por la puerta un dios canino. Haciéndole una fiesta
entre caricias, ladridos y revolotear de rabo. Mientras, su dueño se limitará a
darle una leve caricia y ponerse a sus cosas, y él, aún agradecido vuelve a su
esquina, esperando que al día siguiente vuelva su paseador para recibir algo de
atención.
No hay comentarios:
Publicar un comentario