No llevo mucho tiempo por aquí pero ya tengo
archivados en mi retina una serie de personas. Un grupo de personajes típicos
de las calles porteñas. A la mayoría los veo a menudo mientras salgo a pasear,
o cuando me siento a tomar un café o a comer un tostado en las terrazas de los
barrios del centro. La mayor parte son cartoneros, o personas que por unas u otras
razones de su vida mendigan unos pesos por las calles, sentados en las puertas
de los cafés o de los teatros. Pero otros son personas muy curiosas, que pasean
las calles sin demandar nada. Realizando una labor que ellos tienen por
necesaria, e imprescindible, para el buen funcionamiento de la ciudad. Tal vez
lo sea.
Hoy les traigo a uno de ellos, al que denominé
siempre, desde la primera vez que lo vi, como el guardián del mercado. Está de
forma perenne en su puesto, como si se encontrara en mitad de una guardia
militar inacabable. Desde que paso por allí no ha faltado a la cita ni un solo
día, llueva o pegue un sol de justicia. Siempre bajo la puerta de entrada del viejo
mercado de abastos del barrio de San Telmo. En la cancela que lo abre a la
calle Defensa. Enmarcado entre un restaurante turístico de parrilla, y una
antigua y polvorienta tienda de vinos, con un banderín del Peñarol de
Montevideo en la cristalera.
El tipo en cuestión es un hombre alto, de edad
amplia, pelo escaso y largo en la parte trasera, barba blanca y extensa, con prominente
barriga que oculta baja una remera de fútbol. La última vez que lo vi llevaba
la camiseta suplente del Boca Juniors, de color blanca con franja azul y dorada
partiéndola por la mitad. Aunque normalmente lleva puesta la rojiblanca de la
selección de Paraguay. Siempre sobre ella, asomando y reposada sobre su pecho,
una doble medalla de la virgen de Luján, patrona del país.
El hombre, un tanto torpe en sus movimientos, tal
vez por la edad o por el exceso de peso, se coloca bajo el umbral de la puerta
de hierro forjado pintada en color verde oscuro. Y lo hace desde el primer
momento que el mercado abre sus puertas, y ahí permanece impávido, impertérrito,
hasta que las cierra con la noche ya sobre sus espaldas. Repitiendo una y otra
vez la misma cantinela a todo el que pasa ante él, o curiosea por la zona; visiten el mercado, hay que visitar el
mercado. Visítenlo… No se lleva ningún benéfico por ello, nadie le paga
nada, más allá de algún café o alguna empanada que le ofrecen los dueños de los
barcitos, de las tiendas o de los puestos del interior. Pero él permanece
estoico ahí cada día, defendiendo su mercado, e intentando que todo el que pasa
por la calle Defensa conozca su interior y lo disfrute. Así que ya saben, si
algún día pasan por ahí y lo ven, entren al mercado. Le darán una alegría al
guardián del mercado de San Telmo.
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