sábado, 18 de abril de 2015

CÚPULAS


             No sé cuántas hay en la ciudad, supongo que más de las que he visto, posiblemente menos de las que pienso: congreso, iglesia ortodoxa, catedral metropolitana… Las hay de todo tipo: clásicas, lobuladas, modernistas… Incluso podemos incluir entre ellas la más extraña de la ciudad: la esfera que compone casi en su totalidad el planetario Galileo Galilei.

            No es extraño encontrarlas a lo largo de las calles estrechas del centro de Buenos Aires, o en las cercanías de los parques y de las plazas, a veces aparecen allí estoicas, dejándose observar desde múltiples lugares. En otros casos se esconden tras portadas majestuosas o sobre entradas monumentales, obligándote a alejarte para poder contemplarlas en su totalidad. Otras veces te sorprenden ellas a ti mientras descansas a la sombra de los viejos árboles del bosque de Palermo.

           Junto a las cúpulas, las fachadas y los remates de los edificios dan muchas sorpresas más. El centro de la capital porteña es una verdadero museo al aire libre, a pesar de que muchas de sus obras hayan sido cercenadas, arrancadas, o mutiladas a los largo del último siglo. Pero entre los edificios sin alma, sin nada especial que ofrecer, entre los bloques de hormigón y cristal a veces aparecen fachadas novecentistas, cariátides y atlantes, que sujetan un balcón o un frontón. Elementos arquitectónicos que fueron auténticas obras de arte antes que se ocultaran bajo la negrura de la polución. 

            Pero no es solo la polución y las nuevas arquitecturas lo que nos oculta estas creaciones, pues en ocasiones vamos tan ensimismados en nuestros asuntos, o vivimos tan rápido,  que no somos capaces de levantar la vista para observar lo que hay más arriba de la línea imaginaria que crea nuestra mirada horizontal. A veces, por no romper esa línea, nos perdemos las hermosas situaciones que la ciudad, que todas las ciudades nos ofrecen. En ocasiones es analgésico separarse de la vida que trascurre por el suelo y dejar volar nuestra mirada, nuestro pensamiento, hacía las partes altas de la ciudad, de sus edificios devotos o laicos. 
            Siempre que paso junto a un parque donde hay una construcción imponente, de calidad artística, de siglos, como las que se levantan junto al Lezama, recuerdo los jardines de l`Hôtel-de-Ville en Rouen. Desde donde se podía observar bajo las sombras de los gruesos robles normandos la cabecera gótica de la abadía de Saint-Ouen. Ese día decidí olvidar la ciudad, las librerías y sus magníficas tiendas de antigüedades, incluso pasé por alto la historia de Juana de Arco y sus cafés a la sombra de la catedral pintada hasta la saciedad por Monet ─ya encontraría momento para ello en viajes sucesivos─. Pero, sin embargo, gané algo muy importante: la capacidad de tumbarme en un césped y mirar a las alturas, contemplando una magnífica obra de arte que ha superado muchas vidas como la mía, y que superará muchas más, además de poder valorar desde dentro un pulmón natural, en mitad de una de las ciudades más bellas del noroeste de Francia. 

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