Me dicen que se creó por el año 2004 más o menos. Supuse
por el color, y por el nombre, que se levantó en honor de la reina Máxima de
Holanda. Lo que no me dijeron, pero me enteré yo después, es que la plaza la pagaron
de su bolsillo diecinueve empresa de origen holandés-eso dice lo oficial,
aunque lo oficioso seguro que puede rebatirlo-, haciendo que de forma tácita el
lugar se le dedique también a ellas.
Lo
cierto es que llamó mi atención desde el primer día que paseé por Puerto
Madero, al pasear el dique tres, desde la otra orilla del río. Pero no fue por
su color, sino por donde se encontraba. Puerto Madero, sobre toda la parte que
se levanta junto a la reserva natural de la Costanera Sur, que tiene narices el
asunto, es una mezcla de restaurantes de moda, hoteles que mezclan igualmente
el lujo y lo hortera, y grandes rascacielos que buscan hacer del viejo barrio
portuario un Manhattan porteño. Aunque aún están en ello, y entre ese perfil
pro moderno asoma aún un edifico de la antigua época, una especie de almacén o
de silo de grano de color blanco. Recuerdo de cuando la zona que lustra su cara
a base de dinero negro y pintura blanca era el centro neurálgico de la entrada
y salida de personas y mercancías del país rioplatense.
Aquel
día llegué hasta la mitad del dique, para después cruzar por el puente más
moderno que tiene la zona. Se le conoce como el Puente de la Mujer, y fue
realizado por el arquitecto español Santiago Calatrava. Puente que aún sigue
sorpresivamente en pie y entero, aunque ya empieza a acusar ciertas grietas, al
menos en la cubierta de color blanco tan típica de las obras del valenciano.
Más allá de la idea que dice que representa: dos amantes bailando tango,
supongo, es una obra más de las suyas, difícil de diferenciar de cualquier
puente de su creación en otros lugares del mundo.
El asunto, es que al llegar al otro lado buscando
observar más de cerca el viejo edifico, descubrí que a sus pies se levanta un
muro pintado de naranja chillón. Solo después de acercarme mucho vi el letrero
en el que se podía leer: Reina de Holanda. Justo a su lado, a sus pies más bien,
alguien colocó una estatua de una niña con los brazo en alto, en clara representación
de felicidad, y una fuente o espejo de agua que según las guías, dice
representar los característicos canales de los Países Bajos. De lo que pude deducir
que el tipo que lo hizo no había visto los canales de los Pises Bajos ni en las
pinturas de Jan Van Eyck.
El parque alberga más estampas holandesas de
manual, como la decoración con tulipanes y caléndulas, que aunque menos
conocidas que los tulipanes también son consideradas como la flor nacional del
país europeo, rematando la plaza, o más bien el compendio de típicos tópicos, una
pequeña estatua de una niña en edad escolar cargada con dos fardos en cada
mano, y con la mirada perdida en el horizonte, que según la inscripción del
pedestal que la sustenta es Ana Frank.
Supongo que el lugar es uno de esos arreglos
urbanísticos que se hacen para blanquear dinero, mientras se maquilla como obra
cultural. Y de paso que figure el nombre de una u otra empresa, o para que los
tantos por cientos vuelen de las cuentas públicas a las privadas. Porque entiendo
que el pueblo argentino tan monárquico él, y con esa gran historia de reyes y
reinas, decida levantar un monumento a la consorte del rey Guillermo no tiene
mucho sentido. Más si cabe si te das un amplio paseo por la zona y ves los
alrededores, es entonces cuando te das cuenta de que es una obra, un homenaje
cogido con pinzas, que no pega ni en la forma ni en el fondo, y mucho menos en
la realización ni en la elección del lugar. Un pegote chapucero y, supongo, económicamente
beneficioso para el que tuvo la real idea. No puedo dejar de fiarme de nuevo en
el viejo almacén, el gran silo lo llamarían en mi tierra castellana o leonesa.
Sin duda, pienso, al viejo almacén le quedan los días contados, es viejo, feo y
estorba entre tanto rascacielos moderno y, sin ninguna duda, pronto caerá bajo
las redes urbanísimas del gobierno y las constructoras, eliminando del todo la
cicatriz que parece incomodar a las autoridades. Esa cicatriz que recuerda que
Puerto Madero, mucho antes de ser la milla de oro de la pijería y de los rascacielos,
fue un lugar de duro trabajo, y de penas. Penas que acompañaron tanto de los
inmigrantes que llegaban primero, con una mano delante y otra detrás, como los
que después tuvieron que salir del país, con una detrás y otra delante. Y en
ese momento, cuando caiga el viejo almacén, por cercanía, caerá también la
plaza de la Reina de Holanda, y su estatua de la niña feliz, y de una Ana Frank
cosificada-palabra tan de moda en la prensa y sociedad actual, y que no sé si
todos los que la usan de forma exagerada conocen su verdadero significado-. Y
quien sabe si desaparecerá del todo, si se olvidarán de la consorte del rey
holandés, llevándose por medio el dinero que costó levantarla, o si por el contrario
se levantará de nuevo, volviendo a pagar por ella el mismo dinero, y las mismas
comisiones.
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